Ricky Jay, sabio de la magia
Muerte de un prestidigitador
Un buen mago se lleva sus trucos a la tumba, y ese misterio irresoluble es lo que nos queda para recordarle. En el fondo es una cuestión de fe
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
Muere Bernardo Bertolucci y al momento encontramos una forma de recordarle. Sus películas traspasan los años y nos vienen a la memoria. Son imágenes como el París nevado de 'El conformist'a, o esa bañera en 'El último tango en París'. Yo recuerdo también la impresión que me dejó' El último emperador' en el cine Urgell, en 1988, la belleza que se nos imponía desde esa pantalla enorme.
Muere Bertolucci, pues, y sus imágenes responden por él, pero ¿qué ocurre cuando muere un mago, un prestidigitador? ¿Qué podemos recordar cuando lo que le representaba es lo que no se ve? El arte es la desaparición, el truco, la rapidez de una carta que cambia de color... Me lo preguntaba estos días, al conocerse la muerte de Ricky Jay, uno de los mejores magos de la historia. Tenía 70 años, o 72 -no se sabe bien, otro truco- y era venerado por sus compañeros de profesión. Quizá su nombre no les resulte familiar, pero puede que le conozcan como actor en las películas de David Mamet: ese secundario discreto, de rostro picado, que transmitía confianza y misterio, como le corresponde a un buen mago.
Ricky Jay era un sabio de la magia. Coleccionista, historiador del arte del engaño, autor de libros sobre excéntricos, tramposos y burladores. Pero sobre todo destacaba como un prestidigitador que dominaba como nadie los juegos con cartas. Busquen sus trucos en Youtube y admirarán sus prodigios durante horas.
Se cuenta, además, que Ricky Jay había realizado el mejor truco de la historia de la magia. En una ocasión cenaba en un restaurante con una periodista y le contaba la actuación de un mago que una vez había hecho aparecer de la nada un bloque de hielo. La periodista se mostraba escéptica -¿cómo se esconden el frío y la humedad?-, y entonces Ricky Jay hizo un movimiento con la servilleta y, alehop, allí enfrente estaba un bloque de hielo que ocupaba media mesa. ¿Cómo lo había hecho? Era imposible, se decía la periodista entre lágrimas, emocionada. Un buen mago se lleva sus trucos a la tumba, y ese misterio irresoluble es lo que nos queda para recordarle. En el fondo es una cuestión de fe.
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