Al contrataque
No seamos flojos
El engaño a la ilusión de quizá más de un millón de independentistas respetables está llegando al momento de la verdad, y se ve venir en las reyertas entre sus representantes
Antonio Franco
Periodista
Antonio Franco
Siento un profundo respeto por los políticos presos. Y por sus ideas, legítimas, aunque discrepe de ellas. Pero efectuaron actos graves contra las leyes y contra la mayoría de los ciudadanos de su país y deben ser juzgados. No encuentro justo su encierro preventivo pues considero que ni incurrieron en lo que se define como una rebelión -fue otra cosa- ni van a huir. Todos ellos pudieron hacerlo para rehuir sus responsabilidades y tuvieron la dignidad de no hacerlo. Una acusación más sólida de rebelión o el riesgo de fuga serían lo único que justificarían tanta cárcel antes del juicio.
No siento lo mismo por los que marcharon al extranjero para rehuir a la justicia. Me ofende además que intenten equipararse a los exiliados de verdad que tuvimos. A la inmensa mayoría de aquellos, Franco únicamente podía reprocharles haber defendido la legalidad vigente. No es el caso de ahora; los huidos hicieron cosas y gozan de una confortabilidad vital nada comparable a la de quienes pasaron por Argelès.
¿Por qué vuelvo ahora a estas cosas? El engaño a la ilusión de quizá más de un millón de independentistas respetables está llegando al momento de la verdad, y se ve venir en las reyertas entre sus representantes. Algunos de los que lo cometieron -con mentiras, simplificaciones, temeridades y falta de respeto a la mayoría- ya han empezado a dar marcha atrás pero remoloneando y sin reconocer con nobleza su error y su responsabilidad. Se están quedando cortos. No soy de los que piden que se den golpes en el pecho pero sí que solicito que si son personalidades públicas tengan la valentía de rendir cuentas abiertamente. Me refiero a los políticos, pero también a los periodistas y tertulianos, que además miraron hacia otro lado cuando avanzó la eficacia de las listas negras para ayudarles a tener que confrontarse lo menos posible con quienes creían que aunque España no es un país ideal en esos momentos las prioridades de Catalunya eran otras.
Lo digo abiertamente porque no debemos ser ni flojos ni cornudos consentidores. Han pasado cosas muy graves y han de acabar las sonrisas educadas y los aplausos de cortesía a quienes merecen desprecio. Y lo merecen por no asumir de verdad lo que desencadenaron gente como Artur Mas. O por pedir perdón solo para cumplir dialécticamente, como es el caso de Jordi Pujol, que aludió a su corrupción económica personal pero no a que había dejado crecer en las juventudes nacionalistas la animosidad que ahora padece una parte de la Catalunya adulta. Y de los de delante es lo mismo que debemos hacer con Mariano Rajoy, el aparente bobito que por ganas de mandar y de durar en el cargo dejó que su lenta y larga desidia rompiese sin remedio la cristalería con la que aquí celebrábamos una razonable coexistencia.
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