ELECCIONES EN BRASIL
Bolsonaro: el triunfo de la reacción
El miedo, el desprecio, el hartazgo o la sed de venganza explican el asceso del exmilitar
Salvador Martí Puig
Catedrático de Ciencia Política de la Universitat de Girona
Salvador Martí Puig
¿Cómo es posible que un tipo como Bolsonaro gane con rotundidad la primera vuelta de las elecciones brasileñas? No hay respuesta racional posible. No hay razones, aunque quizás sí hay sentimientos, y estos son los del miedo, el desprecio, el hartazgo o la sed de venganza.
Ante ello es necesario reflexionar sobre cómo es posible que los bajos instintos terminen por determinar las opciones políticas de la mayoría de ciudadanos. Para que las personas voten con las tripas -y no con la cabeza ni con el corazón- es preciso elaborar un plato contundente cuyos ingredientes son una buena dosis de desprestigio de las instituciones y de los partidos, una permanente judicialización de la política y acusaciones de corrupción a gogó.
Mentiras en la red
Si a todo ello se le añade una intensa campaña de inseguridad (tanto en lo físico como en la posición social) y una pizca de 'fakenews', aparece un tipo como Bolsonaro que, a pesar de su discurso antipolítico y de denuncia a la corrupción y al crimen, tiene una larga trayectoria como político, como corrupto y como apologeta del crimen.
De todos es sabido que esta fórmula no sólo se ha producido en Brasil, pues tiene antecedentes en Berlusconi y un patético presente en Trump y Salvini. Pero el caso en cuestión es especialmente preocupante porque el presidente brasileño tiene mayores prerrogativas que sus homólogos norteamericanos y europeos, a la vez que supone un punto definitivo de inflexión a las cinco administraciones (dos de Cardoso, dos de Lula y una de Dilma) más exitosas de la historia del país, y un relativo fracaso a la experiencia “progresista” liderada por el PT.
Mayor desigualdad
Sobre esto último es necesario hacer una profunda reflexión ya que Brasil es uno de los países más desiguales del mundo: los ricos del Brasil son tan ricos como los de Estados Unidos y los pobres tanto como los de la India. Con esta estructura social, y en un contexto de crisis e incertidumbre económica, el hecho de que las políticas sociales impulsadas por Lula y Dilma sacaran a 30 millones de personas de la extrema pobreza parece que no ha sido visto como algo a celebrar por todos los brasileños.
Para un sector de las clases medias y populares blancas el hecho de que nuevos sectores sociales hayan trepado en la escala social, se hayan empoderado, hayan tenido acceso al consumo y hayan empezado a demandar servicios públicos no se ha visto como algo positivo, si no como una amenaza. En este sentido es preciso formular la cuestión de cuánta política de equidad y de justicia social puede (quiere) soportar la clase media en una democracia.
Hace una década muchos teóricos se preguntaban cuánta desigualdad puede sostener una democracia, pero quizás ahora debemos preguntarnos exactamente lo contrario. La ola de gobiernos reaccionarios que está emergiendo hoy indica que no todo el mundo quiere sociedades más igualitarias y que, ante la incertidumbre, muchos (demasiados) prefieren el despliegue de políticas de mano dura y de criminalización de la diferencia a políticas educativas, sociales y de redistribución.
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