No sin mi balón de fútbol
El llanto del niño que tuvo que deshinchar su pelota de reglamento antes de subir al avión para que no estallase
Emilio Pérez de Rozas
Periodista
Licenciado en Ciencias de la Información por la UAB. Hijo de Carlos Pérez de Rozas, sobrino de Kike y Manolo Pérez de Rozas, integrantes de una auténtica saga de fotoperiodistas. Trabajó en Diario de Barcelona, fundador de El Periódico de Catalunya en 1978 también formó parte de la redacción en Catalunya del diario El País. Colaborador del diario deportivo Sport y vinculado al departamento de Deportes de la cadena COPE, que dirige Paco González. Emilio suele completar muchas de sus informaciones con sus propias fotos, en recuerdo a lo aprendido junto a su padre y tíos.
Emilio Pérez de Rozas
Eran de un país muy lejano. Madre e hijo. Ella lucía de todo, desde luego. Un bolsazo de Louis Vuitton, una camiseta de Chanel, un reloj Patek Phillipe y hasta, puede ser, no sé, hasta ahí no llego, unos zapatos de Manolo Blahnik. Podría ser, sí, en serio.
El niño, ya no tan niño, llevaba un buen rato jugando con su balón de fútbol. De reglamento, claro. Lo acariciaba con sus espléndidas Nike (“con eso se juega a baloncesto; a fútbol, se juega con Adidas”, le dijo un día Xabi Alonso a Cristiano Ronaldo, que se cabreó de lo lindo) y lo chutaba con suavidad contra el carrito de su madre. Estaban los primeros en la fila del AirEuropa-6073, BCN-PMI, eso Barcelona-Palma.
El balón tenía varios partidos
Faltaba nada para embarcar (sí, ya sé que han leído varias de mis historias aéreas), cuando la encargada del embarque, encantadora, educadísima, rusa ella, creo, sí, rusa, le dijo a la madre que su niño no podía subir con el balón de fútbol al avión. ¡Cómo que no!, gritó, dejando en el suelo su Louis Vuitton y casi, casi no, encarándose a la azafata de tierra. “Perdón, quiero decir que no puede subir con el balón…hinchado”, añadió la representante de AirEuropa. “Pero si lo acabamos de comprar en el aeropuerto”, añadió desde el fondo de su camiseta Chanel.
Y, no, no lo acababan de comprar en el aeropuerto porque, primero, se veía gastado (no viejo) y, además, si lo hubieran comprado en cualquier tienda del aeropuerto (por ejemplo, la Nike del Barça), se lo hubiesen deshinchado. Así que lo traía de la ciudad.
El caso es que la cola se agitó un poco y la azafata de tierra tuvo que dar explicaciones, muy, muy, discretas, discretísimas, a todo el que quiso oírle aduciendo que “son normas de todas las compañías, no se puede subir con un balón hinchado”. El niño sollozaba, creyéndose que le iban a quitar su pelota y fue a suplicarle a la representante de la compañía que le dejase subir con su balón “en brazos” porque “no pienso soltarlo en todo el vuelo”. Ella le dijo, más amablemente aún, que no se trataba de él, que a él le creía ciegamente, que el problema era que estaba prohibido. Y punto.
“¿Y qué espera que hagamos, señora rusa?”, dijo ya en un tono muy poco apropiado para su Patek Phillipe, la señora. “¿Quiere que perdamos el avión?” No perderán el avión, descuiden, de eso me cuido yo, vayan a la tienda de deportes y les ayudarán a deshincharlo. El niño se negaba porque pensó que, al llegar a Palma, nadie querría hincharle el balón. Digo, no sé, no me entra en la cabeza otra explicación.
Y aparecieron los abuelos
El caso es que dos o tres abuelos de la cola, fijo del Instituto de Mayores y Servicios Sociales, viajeros del Inserso, vamos, ejercieron de sabios ‘canguros’, de expertos caballeros de la tercera edad, y convencieron al chavalito de que, nada más llegar a Palma, le ayudarían a hinchar el balón. Ellos, digo, no sé, que no tenían otra cosa que hacer en todo el día. O la semana. O el mes.
El caso es que fueron y cuando volvieron, sí, claro, la cola aún estaba por empezar a circular hacia el avión. Donde, por cierto, pregunté cual era el problema de subir a la cabina con un balón de fútbol hinchado (o de baloncesto, digo, ¿no?; o de waterpolo; o de balonmano; o de fútbol sala; o de voleibol…) y la respuesta de una azafata fue “porque puede estallar en pleno vuelo y que el pasaje se aterre, creyéndose que es un atentado”. Eso me dijo, sí, muy amablemente.
Me temo que ese balón ya habrá roto más de un jarrón chino de algún hotel de lujo (no hay demasiados, la verdad) de mi querida isla. Y me temo que la señora Louis Vuitton, perdón, la clienta de Louis Vuitton, ya se habrá encarado, con escasa educación, a quien, simplemente, le haya hecho alguna otra observación…dentro de la ley.
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