DOS MIRADAS

La fatalidad

Edipo sabe que no se puede "considerar feliz nada que sea mortal". Saberlo le hace humano

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Josep Maria Fonalleras

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El Edipo que Oriol Broggi dirige en el Romea (¡aún quedan unos cuantos días de funciones, no se lo pierdan!) acaba, ciego y sabio, desolado, es decir, consciente de quién es, en un escenario. Un teatro que es "el templo del hombre". El mismo director, cuando estrenó la tragedia de Sófocles, recalcó que se trataba de un texto en el que "el hombre se sitúa por fin en el centro del mundo". Y lo hace desde el momento en que descubre quién es y qué maldades ha cometido sin saberlo. Ha matado al padre y se ha acostado con la madre y, así, ha cumplido lo que había predicho el Oráculo. Solo había sido feliz cuando vivía en el desconocimiento, cuando era un niño y jugaba en Corinto. Poco a poco, adulto, se da cuenta de lo que ha hecho. Queriendo huir del destino que estaba escrito, que ineluctablemente le había de aplastar, va en su búsqueda.

Saber lo que los dioses nos tienen preparado nos infunde una cierta sensación de libertad. Lo sé, pues hago lo posible para evitarlo: mis acciones lucharán contra la fatalidad. Pero es un esfuerzo en vano. Esquilo ya lo había anunciado con su Prometeo. "Evité que los mortales pudieran prever la fatalidad", dice. Y el coro pregunta: "¿Qué remedio encontraste?". Prometeo responde: "Sembré en su corazón esperanzas ciegas". Cuando el hado se acuerda con la vida vivida, conciencia y desolación caminan juntas. En el templo del hombre, Edipo sabe que no se puede "considerar feliz nada que sea mortal". Saberlo le hace humano.