MIRADOR
La madre de Tristram Shandy
Xavier Bru de Sala
Escritor y periodista.
Xavier Bru de Sala
Mucha atención al diálogo. "¿No te has olvidado de darle cuerda al reloj, querido?", pregunta la madre de Tristram Shandy. El así querido grita. "Dios del cielo, ¿alguna vez desde la creación del mundo una mujer ha interrumpido a un hombre con una pregunta tan estúpida?". La clave para saber de qué habla Laurence Sterne, el autor de la mejor tomadura de pelo jamás escrita, se encuentra en la pregunta que un tercero lanza al protagonista y narrador, el egregio Tristram Sandy. "¿Perdone, ¿qué decía su padre?". "Nada".
Para captar tanta sutileza, lo mejor es pasar unas horas en compañía de David Lodge y su 'El arte de la ficción', que no sería menos espléndido de haber sido puesto lejos del alcance del lector corriente y solo un poco espabilado, que por fortuna no es el caso. Lodge es siempre accesible. Resulta que si el hombre no decía nada cuando la madre lo interrumpió con la hiriente pregunta es porque estaba muy ocupado y concentrado en un asunto de la máxima importancia: engendrar a Tristram Shandy. Escena sublime gracias a la sublime aclaración de un excelente lector, condición sin la cual es imposible ser un autor excelente, por rabia que la constatación les dé a los críticos.
Diálogo inagotable de sentido tras la máscara de la banalidad. Para eso están los clásicos. Al que no sea canonista, merece que lo encañonen
¿Por qué la madre del héroe hace esta pregunta a más de media cópula? Porque se aburre. Porque ya hace rato que su marido bombea y no ha escuchado las próximas campanadas del reloj de péndulo. Si no las ha oído, y en ellas sí pone interés, no es porque su meticuloso marido haya olvidado dar cuerda al reloj, algo imposible, sino porque el coito se le hace largo. Una mujer con sentido del deber, sí, pero por completo desconsiderada. Con el marido, claro, pero aún más con el pobre Tristram Shandy, condenado a explicarnos la causa primera de sus desventuras.
Diálogo inagotable de sentido tras la máscara de la banalidad. Para eso están los clásicos. Al que no sea canonista, merece que lo encañonen.
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