LA CLAVE
La banalización de la violencia
Al atribuirse conductas violentas, recíproca y a veces mendazmente, el Estado y el independentismo corren el riesgo de normalizarlas
Enric Hernàndez
Director
Director de EL PERIÓDICO desde el 2010 y licenciado en Ciencias de la Información por la Universitat Autònoma de Barcelona. En 1998 se incorporó al diario como redactor jefe de Política en Madrid. Un año más tarde, asumió la jefatura de la delegación y, en el 2006, fue nombrado subdirector. También trabajó en 'El País' como director adjunto y en el diario 'Avui', donde inició su carrera profesional.
ENRIC HERNÀNDEZ
La jurisprudencia define dos tipos de violencia: la física, ejercida mediante la fuerza, y la moral, en forma de intimidación coactiva. A menudo la violencia física y la psíquica comparten objetivo: vencer la resistencia de la víctima, obligándola a obrar contra su voluntad.
Como veníamos alertando, el recrudecimiento del pulso independentista, que es un conflicto con el Estado pero lo es también entre catalanes, ha situado en primer plano el debate sobre el empleo de la violencia para la consecución de fines políticos. De cualquier fin político, lo persiga quien lo persiga: desde imponer la secesión de Catalunya o paralizar el país hasta impedir a porrazos la celebración de un referéndum o someter a los líderes independentistas para que abjuren del unilateralismo.
Para construir el relato jurídico que justifique la acusación de rebelión contra los miembros de la mesa del Parlament, tipo penal que requiere la existencia de un alzamiento “violento y público”, el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena sostiene que también es violencia “la ostentación de una fuerza y la disposición a usarla” al objeto de “intimidar a los poderes legalmente constituidos”, sea mediante el ejercicio de “una fuerza incluso incruenta” o la mera exteriorización de la capacidad de ejercerla. La apelación a la fuerza “incruenta” y a su “ostentación” enlazan con el concepto de violencia moral o intimidatoria.
Para completar el cuadro del “violento germen” independentista, el magistrado agrega episodios como la protesta del 20 de septiembre ante el departamento d'Economia, los escraches a agentes desplegados en Catalunya y las “murallas humanas” ante los colegios del 1-O. Coordenadas intimidatorias en las que también cabría incardinar los sabotajes en autopistas, carreteras y líneas férreas con los que los comités de defensa de la república (CDR) coaccionaron el miércoles a cientos de miles de catalanes que querían ejercer su derecho a trabajar.
Si esta expansiva interpretación de la violencia puede resultar chocante, no lo es menos la que esgrime el independentismo, con Carles Puigdemont al frente, cuando culpa al Estado de desatar una “oleada represiva” que ha instalado en “el caos” a Catalunya. O la de los pregoneros soberanistas para quienes, si Carme Forcadell y demás parlamentarios se demarcaron de la DUI y acataron el orden constitucional ante el juez, lo hicieron bajo la amenaza de la violencia, entendida esta como el riesgo de entrar en prisión.
NARRATIVA BELICISTA
Lo cierto es que, por fortuna, en este conflicto los brotes de violencia han sido hasta ahora episódicos. De forma injustificable, ejercieron la fuerza los policías y guardias civiles el 1-O, y la coacción quienes en días posteriores trataron de amedrentarlos. También la ultraderecha, de natural violenta, y a su manera los patrióticos piquetes de la ‘huelga de país’.
Pero aprovechar estos hechos aislados para construir una narrativa cuasi belicista, como hacen unos y otros, es jugar con fuego. No es buena idea banalizar la idea de la violencia; contribuye a normalizarla y a que, en verdad, acabe por instaurarse.
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