La semilla del odio
El asesinato de una diputada europeísta en la campaña del 'Brexit' prueba que las pulsiones divisorias alimentan el fanatismo, antesala de la barbarie
Enric Hernàndez
Director
Director de EL PERIÓDICO desde el 2010 y licenciado en Ciencias de la Información por la Universitat Autònoma de Barcelona. En 1998 se incorporó al diario como redactor jefe de Política en Madrid. Un año más tarde, asumió la jefatura de la delegación y, en el 2006, fue nombrado subdirector. También trabajó en 'El País' como director adjunto y en el diario 'Avui', donde inició su carrera profesional.
ENRIC HERNÀNDEZ
Cualquier desequilibrado puede empuñar un arma y asesinar a un inocente al que, en su delirio, identifique con el mal. No es preciso que profese ideología o fe alguna, y tampoco que responda a los dictados del terrorismo. No matan las ideas ni los credos; matan las personas.
Otra cuestión es la influencia que puedan ejercer sobre estos asesinos en potencia quienes por intereses espurios, y sin reparar en las consecuencias, siembran la semilla del odio en la sociedad. Profesionales de la manipulación de masas a los que quizá no quepa catalogar como inductores de crímenes políticos, pero sí como cómplices intelectuales, y necesarios, de la locura homicida.
Thomas Mair, el neonazi acusado de asesinar a la diputada laborista y europeísta Jo Cox, es un claro ejemplo de ello. En su inconsciente cruzada en favor del ‘Brexit con vistas al referéndum de este jueves, el UKIP, la ultraderecha británica y algunos líderes ‘tories’ no han dudado en azuzar las más bajas pasiones de los brítánicos. Han incitado el odio a la Europa continental, y hacia los inmigrantes en particular. Han agitado el miedo a una imaginaria invasión del Reino Unido a cargo de una legión de depravados refugiados. E incluso han demonizado a los británicos proeuropeos tachándolos de antipatriotas.
Clima de enconamiento
La agresividad de la campaña desatada por los partidarios de la salida de la UE, que contrasta con la cívica consulta escocesa del pasado año, ha tensionado como nunca a la sociedad británica. Y el clima de enconamiento propicia que los perturbados, al escuchar sus enfermizos pensamientos en boca de respetables próceres de la patria, se sientan legitimados para dar rienda suelta a sus impulsos criminales.
Este fatal precedente en la flemática sociedad británica debería hacer reflexionar a los políticos que, proclives a jugar con fuego, trazan fronteras entre los de aquí y los de allí, los nuestros y los suyos, los puros y los contaminados... Sea en la Vieja Europa, en España o en Catalunya, las pulsiones divisorias dinamitan la convivencia y alimentan el fanatismo, terreno abonado para la barbarie. Muchos deberían sentirse aludidos.
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