Maduro se acoge al caudillismo
Albert Garrido
Periodista
ALBERT GARRIDO
La escalada venezolana ha superado nítidamente la fase del litigio institucional para adentrarse en el de la confrontación civil en la calle, en el Parlamento y en todas partes, expresión de una sociedad fracturada por el desenlace catastrófico de un experimento político que bracea contracorriente. Al sumar el estado de excepción a la negativa a hacer posible un referendo revocatorio, el presidente Nicolás Maduro y su círculo más próximo han llevado hasta sus últimas consecuencias la huida hacia adelante emprendida por los herederos del chavismo, y han resucitado un caudillismo trasnochado y grandilocuente.
Aprisionado entre una Asamblea Nacional hostil y una opinión pública cada vez más numerosa alarmada por el desabastecimiento, la inseguridad y las proclamas del Gobierno, el poder ha optado por la resistencia numantina y por movilizar a sus fieles para defender lo que, más que probablemente, es hoy indefendible. La mezcla de nacionalismo, economía planificada y redención de los pobres que fue el chavismo primigenio camina sin desmayo hacia una forma de poder que, sin solucionar ningún problema, incorpora cada día más rasgos totalitarios o, como mínimo, se acoge a una versión mutilada de la democracia representativa. Y así, todos los adversarios políticos se han convertido en enemigos, singularmente aquellos que lograron una mayoría aplastante en las últimas elecciones legislativas.
En plena exasperación, han perdido sentido las viejas digresiones encaminadas a establecer distinciones entre la corriente nacionalista del chavismo y la de inspiración cubana: la gestión de la crisis por el Gobierno venezolano ha enfilado la vía cubana… del pasado, la de una tradición revolucionaria que hace tiempo dejó de ser una referencia, aunque Raúl Castro mantiene vivo el léxico de los días gloriosos. Se trata de una gran paradoja: mientras en La Habana el realismo gana batallas todos los días, urgido el Gobierno por las carencias de una economía insostenible, y atrae voluntades el patrón chino –comunismo con economía de mercado–, en Caracas la ensoñación revolucionaria orienta el comportamiento de Maduro y su entorno, alentada por una quiebra económica asimismo insostenible.
Las apelaciones al legado del líder desaparecido, a la confabulación exterior y al boicot interior urdido por los adversarios del régimen forman parte del manual seguido por todos los experimentos fallidos. La maniobra de la oposición destinada a presentarse como la única alternativa al caos es también de manual. Sucede, sin embargo, que la heterogeneidad ideológica de los integrantes de la Mesa de Unidad Democrática lleva escrita con tinta invisible una fecha de caducidad en las guardas de su programa, y esta no es otra que la del final del régimen, porque esta mezcla de democristianos, socialdemócratas, bolivarianos defraudados, neoliberales, chavistas decepcionados y clases medias urbanas sitiadas por la inflación y las tiendas vacías vale para ahora, pero no demasiado para pilotar el poschavismo con eficacia y rescatar un país que parece desmoronarse.
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