El genio, los penaltis y su mística

Se habla mucho de la soledad del portero pero el portero no está solo, es la víctima, el que arriesga sí lo está

MARTÍN CAPARRÓS

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El genio, dicen, es el que hace lo mismo que millones pero lo hace distinto. El que muestra que las cosas no son lo que parecen. El que abre una posibilidad que no existía. Hay genios útiles, como PasteurEinstein o Flemming. Hay genios gloriosamente inútiles, como Lionel Messi -que llevó, el otro día, su genio al punto del penalti.

Cuando se habla de penaltis se suele hablar de soledades. Se trata, es cierto, de muchachos solos, hombres solos. Saben -o no saben- que cinco o cien millones de personas los miran y que, en el momento cumbre, los azares acechan: una mala pisada, un pensamiento que se cruza, un pie ligeramente desacomodado y serán el fracaso y lograrán el odio o el desprecio o, peor, la compasión de esos millones.

Se ha hablado mucho de la soledad del portero en el momento del penalti, pero el portero no está solo: es la víctima, todos lo acompañan, no tiene nada que perder. El que se arriesga es el que debe concretar lo que todos suponen tan sencillo: ese sí que está solo. O, mejor dicho: estaba. Porque el genio, una vez más, ingenió algo y cambió todo.

El penalti es el momento más previsible del fútbol: un muchacho/hombre se para frente al balón, otro se para enfrente, uno patea, el otro se derrumba. El penalti se juega a todo o nada, rojo o negro, triste lógica binaria: un pelotazo que entra o que no entra. No tiene los matices, las variantes que han hecho del fútbol el espectáculo más visto del planeta: emociona y aburre.

Cada fin de semana se juegan en el mundo -solo en las divisiones superiores oficiales- unos 10.000 partidos de fútbol. Se concede, de media, un penalti cada cinco partidos: cada fin de semana se patean, en el mundo, unos 2.000. El último fin de semana, 1.999 se patearon igual, del mismo modo que los 2.000 del anterior, que fueron tan parecidos a los 2.000 del anterior, y sucesivamente. Pero hubo uno que no fue lo mismo.

De los 100.000 penaltis del año pasado no recordamos muchos. De los millones de la historia, tan poquitos: los que cambiaron algo. El tan citado de Panenka, el precursor -y algunos de sus émulos, como Zidane o el Loco Abreu. Transformar penalti en gol no tiene mérito, es mero abuso de matón de esquina; por eso solemos recordar los fracasados, donde gana el más débil.

Hubo uno, por ejemplo, que no olvido. Bombonera, Argentina, diciembre del 62: fue el que me hizo hincha de Boca. En la penúltima fecha jugaban Boca y River y se jugaban todo; cuando faltaban cinco minutos, el árbitro, un señor Nai Foino, le dio un penalti a River que podía darle el campeonato: el silencio se cortaba con cuchillo.

Fallos que se recuerdan

Un brasileño, Delem, se paró frente al balón; un portero mítico, Antonio Roma, se paró en la línea; Delem pateó; Roma, adelantado un par de metros, se tiró a su derecha y lo paró: Boca sería campeón. Los jugadores de River se echaron sobre el árbitro, le reclamaban el adelantamiento; el árbitro les dijo que les había dado un penal en la cancha de Boca, que qué más querían y que era culpa de ellos: que "penal bien pateado es gol".

Y la idea persiste pero no siempre se confirma. Se diría que cuanto mejor es un jugador, peor los patea. Quizás el bueno tiene demasiadas opciones en la cabeza y se debate y se confunde: vaya a saber qué anida en las molleras de esas chinchillas caprichosas. O, simplemente, los fallos de los buenos se recuerdan más.

En mi colección descollan el que no metió Aldo Serena en la semi del Mundial de Italia 90 y dejó a Argentina en la final, o el que falló el milanés Costacurta cuando le entregó a Boca la Intercontinental de 2003. Pero también los universales: cuando Zico sacó a Brasil de España 82, Maradona casi lo hizo con Argentina en Italia 90, y Martín Palermo les ganó a todos desperdiciando tres en un solo partido de la copa América del 99. Y, con ellos, Messi, que falló más penaltis que regates -por no hablar de Neymar y ahora de Suárez.

Así que se podría ser fariseo y defender el Penal Pasecito con viles argumentos peseteros: que es un modo de proteger la inversión, asegurar el cobro, garantizar el resultado. Pero sería muy bajo. Sería alinearse con la caterva conserva que grita que la invención es una falta de respeto: los mismos que lo gritaban de Picasso o de Satie, de Lennon o de Buñuel o de Cervantes, los que respetan por principio toda regla -incluso esas que no existen. Porque el mundo rebosa de reglas que todos respetamos y no existen. Eso es lo que, de tanto en tanto, muestra el genio.

Nada ordena que un penalti deba ser el patadón de siempre. Y sin embargo todos lo creen y acatan y patean: no hay regla más eficaz que la que no está escrita, la que no precisa ni siquiera escribirse para reglar conductas. Hasta que viene alguien y dice que el rey está desnudo: que un penalti puede ser un tiro al arco o puede ser un pase. Y entonces abre el campo de las posibilidades.

De ahora en más, cuando un hombre/muchacho se pare frente al balón ya no estará solo. Podrá jugar: abrir el juego, dar juego a un compañero; tendrá opciones, hará más rico ese momento, lo llenará de incertidumbre y amenazas: la situación más extremadamente individual, solitaria del fútbol se ha convertido en un momento colectivo, otra fase del juego de equipo. Y todo porque unos locos tuvieron el coraje de dejar de hacer lo que habían hecho siempre. Hacer posible lo que no lo era: eso es, definitivamente, el genio.