El plagio involuntario

Somos lo que leemos, y los escritores no podemos evitar asimilar ciertos libros, personajes y autores

JENN DÍAZ

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A menudo cuando lees, escuchas o charlas con otros escritores sobre el acto de escribir, reconoces algunos tics, algunos vicios, y absolutamente todas las dificultades. Hace unos días, en el encuentro que hubo en el CCCB de Rodrigo Fresán y Salman Rushdie, tuve una nueva epifanía: hablaron del plagio.

La primera vez que el plagio no me pareció algo monstruoso fue leyendo 'El cuento de nunca acabar', de Carmen Martín Gaite. Hablaba de cómo ella había semiplagiado a Natalia Ginzburg (fue así como decidí empezar a leerla). No, no había copiado fragmentos de sus novelas, ni siquiera ideas, pero había algo entre ellas, un hilo invisible, que las hacía hermanas en la literatura. Con su gracia particular, reconocía que no le importaría plagiarla —en serio, del otro modo.

Entonces, que yo empezaba a escribir, me sentía en pleno derecho, pues, para plagiarlas a ambas. Es decir: adoptar como propias sus realidades literarias, meterme de lleno en sus ambientes hasta imitarlos, servirme de lo que ellas construyeron desde cero. Desde aquel momento, la lectura no ha sido otra cosa para mí que una fuente de inspiración. El cine, la poesía y la música la complementan; ahora, además, las series.

Sin duda, somos lo que leemos, y los escritores no podemos evitar asimilar ciertos libros, personajes y autores. De tal modo que acaban apadrinándote sin su permiso. Esto, que para el escritor que empieza es un aprendizaje del maestro, descubrí que también les ocurre a los que ya podrían considerarse plagiados —una autoría.

Rushdie le contaba a Fresán que un personaje se había quedado fuera de la novela: una anciana, vagabunda, estrambótica. Mientras la iba describiendo para el público, se preguntaba por qué la había descartado, si era un personaje tan rico. Ah, ya sé —dijo. No lo había inventado yo. El personaje lo había absorbido de una serie y no se había dado cuenta: detectado, no le quedó otro remedio que prescindir de los servicios de la anciana.

Pero no sólo se plagia involuntariamente a otros. También a uno mismo. Uno no deja de descubrir conexiones entre novelas, personajes con reacciones muy parecidas. Uno de los traductores de Rushdie le alertó de una broma metaliteraria: un guiño de dos personajes de distintas novelas, separadas en el tiempo. Pero no era un guiño: se había plagiado a sí mismo sin querer.