Las desigualdades salariales

Un abanico demasiado abierto

La distancia entre el sueldo medio y el de los altos ejecutivos no deja de crecer, sin ninguna justificación

ANTONI SERRA RAMONEDA

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Thomas Piketty, el economista de moda, ha recibido críticas de algunos colegas por no tener en cuenta el juego de los precios relativos del capital y el trabajo en la distribución de la riqueza. Otros han centrado sus dardos en su olvido de distinguir entre la distribución funcional y la personal de la renta. Parece que el citado autor reconoce, siquiera parcialmente, algunas de las críticas y está dispuesto a introducir algunas correcciones en su obra. Pero nadie puede discutirle dos méritos. El primero es haber recogido una cantidad ingente de información a escala mundial sobre la distribución de la riqueza. Y el segundo es haber despertado el adormecido interés por la equidad en sus colegas, obsesos de la eficiencia.

El tema de las diferencias de renta y riqueza puede ser abordado desde muchos ángulos. Desde una perspectiva microeconómica tiene interés conocer la distribución del valor añadido que la empresa genera entre sus participantes, sus stakeholders como se ha puesto de moda decir. Y si nos limitamos al factor trabajo, el abanico salarial es un dato revelador, pues el ángulo de su apertura es un primer indicio de las desigualdades que luego reflejarán los datos macroeconómicos. Los muchos estudios hasta la fecha realizados ponen de manifiesto que por doquier en los últimos decenios el abanico no ha cesado de abrirse de forma espectacular. Sobre todo, pero no solamente, en Estados Unidos. Recientemente dos especialistas han calculado que si en 1965, en promedio, el máximo ejecutivo de las grandes corporaciones yanquis percibía una remuneración que era 20 veces la de la media de sus empleados, esta proporción se había situado en 295,9 veces en el 2013. Se hace difícil encontrar justificantes de tan espectacular evolución.

En un intento de frenar la tendencia, el Congreso de EEUU aprobó en el 2010 la ley Dodd-Frank, que exigía que las compañías cotizadas en la bolsa publicasen anualmente la proporción entre el salario más elevado y el que en promedio perciben sus subordinados. Supongo que se buscaba con ello que el temor al sonrojo redujera la codicia de quienes tienen en sus manos el ángulo a dar al abanico. Pero hasta la fecha los tejemanejes de los grupos de presión han paralizado la aplicación de la aludida norma bajo la excusa, peregrina, de la dificultad que en la práctica supone su cálculo.

En el 2014, una encuesta a cargo de dos profesores de la Harvard Business School dejó muy claro que la mayoría de los americanos consideraban desproporcionados y socialmente inaceptables los elevados sueldos de los ejecutivos de las grandes compañías. Y eso que, por falta de información, creían que la proporción era solo de 1 a 30. Si hubieran sabido que era de casi diez veces más su indignación habría crecido en intensidad.

Suiza es el segundo país del mundo en la clasificación según la magnitud de la proporción que nos ocupa. Los máximos responsables de sus grandes corporaciones perciben una compensación que es 148 veces la de su empleado medio. Está lejos de la norteamericana, pero no deja de ser sustanciosa. Sin embargo, hace un par de años se celebró un referéndum para establecer un tope de 12 y la propuesta salió derrotada. Es difícil saber si el resultado fue debido a la reducida proporción que se pretendía o al rechazo de cualquier tipo de regulación en esta materia.

En la clasificación, Alemania ocupa el tercer lugar seguida de España, que le pisa los talones: 147 y 127 son los respectivos valores de la proporción. No está nada mal. Ya quisiéramos ocupar un lugar tan destacado en cuanto a productividad o innovación, por ejemplo, dos variables que supuestamente dependen de la calidad de la gestión. Pero no parece que haya una relación de causa-efecto entre la remuneración del alto ejecutivo y el comportamiento de la empresa. Prueba de ello es que en Japón es de 67 el coeficiente con el que hay que multiplicar el salario medio de un empleado para conocer el que percibe quien ocupa la cúspide. Y, ¡oh sorpresa!, Suecia, Noruega y Dinamarca se sitúan en el furgón de cola de los países avanzados desde el punto de vista de las diferencias de renta que se generan en la empresa. Hay en ellos una conciencia colectiva que limita voluntariamente las desigualdades. Y si hay algo que distingue a las firmas escandinavas es la calidad de su gestión.

Sería conveniente introducir medidas que nos hicieran perder posiciones en esta clasificación. Ya sé que los liberales a ultranza se opondrían, convencidos de que perderíamos eficiencia. Pero la evidencia no apoya esta creencia. Cuando menos habría que imponer restricciones en las empresas pertenecientes a sectores regulados, como son los servicios públicos, donde el mercado juega un papel si no nulo cuando menos muy limitado en la fijación de precios y tarifas.