Alimentando la corrupción

ESTHER SÁNCHEZ

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Cursos de formación ocupacional que no se imparten, o que se sobrefacturan, en los que se inflan los asistentes o que se otorgan indebidamente a empresas de algunos responsables políticos, sus familiares o su parentela. Diversos sectores y corrientes de opinión apuntan inquisitoriamente a «los corruptos», esos sujetos que han ido escalando posiciones hasta ocupar puestos de poder desde los que desviar recursos públicos en beneficio particular. Y diversos dirigentes políticos se apresuran a desmarcarse y como si se tratara de una guerra bacteriológica, aíslan a los agentes patógenos y aseguran que son episodios puntuales no contagiosos.

Pero la corrupción no es un problema de perversión o de mala fe individual. ¿Nos hemos preguntado qué pasaría en una empresa si determinados trabajadores o directivos desviaran sistemáticamente parte del presupuesto? O yendo un poco más allá, ¿creemos que sería factible que esta situación pasara desapercibida o pudiera prolongarse en el tiempo en cualquier empresa? No, la corrupción es un problema de ecosistemas.

Determinadas estructuras y procesos facilitan, o incluso promueven, la aparición de prácticas de corrupción. Por tanto, la aproximación a este problema no puede ser solo la punitiva y menos cuando, por cuestiones legales, la responsabilidad acaba limitándose al sujeto material de los hechos. Ello, salvo que en paralelo a lo que se prevé para los consejeros de sociedades, se prescriba también para los directivos públicos y responsables políticos una especie de responsabilidad pseudobjetiva, por no adoptar las medidas necesarias para evitar que se produzca actuación ilícita. Algo así como una culpabilidad por omisión: «Usted es culpable por no vigilar lo suficiente o por no establecer los mecanismos efectivos que hubieran prevenido esa conducta».

Y es que es aquí dónde reside el verdadero problema. El año pasado se destinaron 1900 millones de euros a programas de formación profesional para el empleo, la mayor parte de los cuales a través de subvenciones. El equivalente a más de 200.000 contratos anuales con el salario mínimo interprofesional. O el equivalente al 36% del presupuesto que amplió el Gobierno para pagar las prestaciones, subsidios y ayudas por desempleo. ¿Conocemos qué entidades fueron las beneficiarias de estos programas, por qué importes y para realizar qué tipo de formación? ¿O cuántas de estas entidades fueron objeto de inspección? Y lo más importante, ¿las convocatorias de formación respondieron a un diagnóstico previo sobre las demandas del mercado de trabajo? ¿Cuántas de ellas estaban vinculadas a compromisos de contratación? y, en definitiva ¿en cuántas se hizo con posterioridad una evaluación de impacto a través de la cual medir su efectividad en términos de inserción y empleabilidad de sus beneficiarios?

El Código Penal ayuda, pero su aplicación es costosísima y alimenta la cultura del castigo frente a la de la responsabilidad. Quizá si mejorásemos el diseño, control y evaluación de las políticas públicas, los corruptos morirían de inanición.