Conmoción tras los atentados de París

El sinsentido del terrorismo religioso

El fanático practica una arrogancia espiritual cultivada por el odio que le lleva a justificar la violencia

ARMAND PUIG

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Las religiones tienen varios desafíos en su camino de aproximación al Absoluto y al Inefable. Uno de los más difíciles es que algunos de los que se dicen creyentes emplean el nombre de Dios para matar a otras personas, a menudo de forma indiscriminada, creyentes o no creyentes, a veces incluso personas que pertenecen a la misma religión. El terrorismo que invoca el nombre de Dios ataca las convicciones de muchos hombres y mujeres que comparten la fe de los asesinos y es una agresión a todo creyente. De hecho, la blasfemia más grande contra Dios es la de mostrarlo como Dios de la violencia, en vez de reconocerlo como Dios de la paz, que es su verdadero nombre.

El terrorista que mata, a veces dejando la propia vida en la acción criminal, no da culto a Dios sino a una ideología de muerte que toma al propio Dios como justificación del odio y de la violencia que proyecta sobre personas inocentes. Aquel que mata, convencido de que con su acción cumple la voluntad divina, no defiende la causa de Dios. Ningún hombre de religión, justo y misericordioso, no presentará nunca a Dios como aquel que exige la muerte y aplaude la destrucción de la vida, que es don divino y, por tanto, sagrado. El terrorista que piensa que masacrando inocentes irá al paraíso no se da cuenta que el paraíso es el lugar de la vida eterna al que difícilmente se puede entrar después de haber matado en el nombre del Dios de la vida.

Existe un verdadero drama interno en determinadas personas y pueblos que lleva a algunos a dejarse convencer y convertirse en mensajeros de la muerte. Lo que les mueve a actuar de esta forma es el convencimiento de que han sido «llamados» por Dios, que son objeto de una «elección providencial». Por eso piensan que matar -y eventualmente incluso morir ellos mismos- es un acto supremo de religiosidad y de fe. Por este motivo, hay quien los instruye como si fueran verdaderos mártires, destinados a recibir una recompensa extraordinaria en el paraíso. Existen muchos de estos terroristas religiosos que han sido captados en el nombre de Dios para que cayeran en la trampa de una violencia justificada con el grito de «¡es Dios que lo quiere, sé valiente y mata, no perderás la vida, sino que Él te llenará de bienes en el mundo que vendrá!».

El que decide matar a personas inocentes en nombre de Dios, por propia voluntad o por la influencia perversa de otros, ha dado la vuelta y traicionado los principios de la religión que profesa. Él piensa que es un gran creyente cuando, de hecho, es un creyente que ha caído en manos del príncipe del mal, el señor de la mentira y de la violencia. ¿Cómo se puede llegar a pensar que Dios pida la violencia ciega y sin rostro por parte de quienes ni miran a los ojos de las víctimas ni ven en ellas un ser humano? ¿Quién puede caer en una deshumanización tan clamorosa que el otro, un ser humano, pierda su verdadera naturaleza?

El terrorista religioso está convencido de que su interpretación fundamentalista del texto revelado es la única posible y que las otras interpretaciones son erróneas. Su experiencia religiosa se ha extraviado: la palabra Dioses, para él, sinónimo de muerte y no de vida, de odio y no de misericordia. Por eso cree que la violencia asesina queda justificada por la religión, que el fin justifica los medios. Dios y la religión se han convertido en una coartada. Todo queda justificado. El chantaje hecho en nombre de la religión es absoluto. La apelación a la ley natural y a la conciencia resultan del todo irrelevantes. Triunfa una interpretación maniquea y extrema de la realidad, en la que la verdad es toda mía y el resto son enemigos y adversarios. El terrorista religioso pisa la hebra de compasión que existe en el fondo de cualquier persona humana.

La persona fanática considera que su posición es única y, por este motivo, excluye a todas las demás. El fanático no se deja juzgar por nadie y se siente en situación de juzgar a todos, considera que su experiencia religiosa es irreprochable, y no tiene el más mínimo sentido de pecado o transgresión. Practica una especie de arrogancia espiritual, cultivada por el odio, que le lleva a considerar justa cualquier violencia, tanto si se trata de defender como de difundir su idea, mejor dicho, su ideología de muerte.

El terrorista religioso está seguro de sí mismo, nunca reflexiona, nunca se pregunta por lo que ha hecho. Actúa de acuerdo con las conclusiones falsas derivadas de premisas no menos falsas. Practica un relativismo moral casi absoluto: importa muy poco quien es asesinato, la finalidad debe ser alcanzada. El terrorismo religioso niega a la persona humana y, por tanto, es la negación de Dios.