Podría haberse acabado antes de los 90 minutos

La mayor alegría fue ver a Sergio retirarse ileso y a punto para la hazaña del martes

MANEL LUCAS

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Vamos a creer que en el Espanyol, ni que fuera de manera inconsciente, estaba instalada ayer una cierta convicción de que lo fundamental del sábado era salir con la integridad suficiente para afrontar el reto verosímil de veras: la vuelta de octavos de la copa contra el Valencia. Esto justificaría que el equipo no diera casi en ningún momento la sensación de creer que podía ni siquiera empatar; que no aprovechara la expulsión de Coentrao para acelerar el juego; que perdiera decenas de balones por pases que parecían salir de piernas sin hueso; que no chutara entre los tres palos más que una vez y con la picardía de un neonato en la nurserie.

Jugar contra el Real Madrid en su casa ya suele ser para el Espanyol una de esas ocasiones en que a uno le dan ganas de exclamar: «Señor, aparta de mí ese caliz». Incluso en las temporadas en que el abismo era algo menos vertiginoso, por ejemplo cuando jugaba la trinidad Tamudo-De la Peña-Luis García, el pase por Chamartín nos dejaba con el rictus en curva descendente, y a veces con la amargura de haber tenido algún punto a tiro. Y aquello de Lardín ya no lo recuerdan ni los menores de 40. Qué esperar hoy en día, pues, cuando las distancias entre uno y otro son tan obscenas, fruto de la escandalosa injusticia de este fútbol sin clases medias.

Confieso que me senté ante la tele con la esperanza de que el dolor fuera lo más leve y rápido posible. La rapidez era difícil de lograr, porque aún nadie ha sido lo suficientemente sensato como para proponer que los partidos no lleguen al final si con eso se acorta el sufrimiento y el hastío de la afición (afición, precisamente, es lo que hace falta para encarar una de estas tardes de matadero). En cuanto a la levedad, ya ven, ni eso pudimos tener: tres a cero es un resultado innecesario, tanto como lo fueron los cinco goles del Camp Nou, porque una cosa es perder lo previsible, y otra el contumaz regodeo, como decía aquel personaje de Berlanga.

Por eso, la única alegría que experimenté ayer fue la de ver retirarse del campo a Sergio García ileso, y con unos minutos más para reposar y prepararse convenientemente para la hazaña que, estoy convencido, liderará el próximo martes. Marcarle un gol al Valencia y que la portería quede a cero sí es una opción posible, y llegar a los cuartos de final de la Copa del Rey sería un gran estímulo para la congregación blanquiazul, que, si nadie le da motivos para lo contrario, tiene ya asumido que en la Liga este va ser otro más de esos años «de transición», una transición que parece más larga que la de Suárez Felipe, y que no sabemos hacia dónde transita, aunque, ilusionados compulsivos como somos, confiemos en que nos encamine hacia un futuro de triunfos, alegría desatada y celebraciones como esos banquetes del final de las historias de Astérix.