Hazañas bélicas

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JOAN BARRIL

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El campeón de España de windsurf colgó el teléfono y los ojos le brillaban. Hacía días que estaba en las playas de Tarifa a la espera de los grandes vientos. Una brisa a duras penas hinchaba la vela. Pero su amigo del servicio meteorológico se lo había jurado. Aquella noche llegaba un frente atlántico con vientos duros y constantes. Era su oportunidad para cruzar el Estrecho y recalar en la isla de sus sueños. Despertó a su novia recién casada. Salieron del hotel, se calzaron el traje de neopreno y dos mochilas. En una, arpones y aparejos de pesca y de buceo. En la otra, agua potable. A las dos de la madrugada empezó a arreciar el viento. A las tres estaban volando ya por encima de las olas. Las luces de la costa española se alejaban. Una media luna iluminaba el mar. Pasaron cerca de alguna patrullera semidormida y empezaba a clarear cuando se encontraron con el famoso islote sin embarcadero ni fondeadero donde pensaban pasar una semana de permanente noche de bodas.

Treparon por unas rocas ralas y encontraron la pequeña entrada de una cueva que luego se ensanchaba en una gran sala. En una de las paredes, la mancha de hollín de antiguas hogueras furtivas. Y en un ángulo, los restos de un botijo roto. Era la típica suite del fugitivo, la última casa del mundo. Se amaron y durmieron mientras el sol y la piel se olvidaban mutuamente.

El ruido de las olas les invitó a una bonita tarde de pesca. Las gaviotas en vez de graznar parecían decir frases incomprensibles de tan humanas. ¿Era posible que aquella isla también hubiera sido pasto de los turistas? Extrañas tiendas de campaña. Voces exclusivamente masculinas. Demasiados gritos. Uno de los hombres subía hacia el montículo bajo el que se abría la cueva. Le oyeron golpear la piedra con un martillo. Al cabo de un rato, el hombre descendió y en la cima ondeaba una bandera del país vecino. Solo hay dos tipos de personas que plantan banderas sobre la tierra. Los alpinistas, en las cimas altas. Los soldados, en las cotas estratégicas. Eran soldados.

Al campeón de windsurf y a su joven esposa les invadió el miedo que jamás habían tenido sobre las olas. Era un grupo de gente armada y el hombre armado es más peligroso que las fauces del tiburón blanco. Introdujeron las tablas y las velas en la cueva y se dispusieron a dormir sobre sus colchonetas. Pero el temblor del miedo les llevó al temblor del frío. No tenían ropa y la temperatura bajaba. El campeón de windsurf se deslizó fuera de la cueva, reptó hasta el montículo donde flameaba la bandera, la separó del mástil y cubrió con la tela el cuerpo aterido de su esposa. Si las banderas sirven de algo, el oficio de sábana era el más noble.

Al día siguiente, la joven pareja escuchó un gran griterío encima de sus cabezas. Los soldados se habían apercibido de la desaparición de la bandera. Al fin y al cabo la defensa de la bandera era la única razón de su presencia allí. Qué dirían sus jefes? Aquella tarde, los recién casados tampoco se atrevieron a salir. Esperaron al atardecer para bajar a las rocas y con un sedal convenientemente encebado se hicieron con un par de escórporas y una dorada pequeña. Tenían agua de sobras, pero continuaba haciendo frío. En plena noche, el campeón subió de nuevo al montículo y volvió a llevarse la bandera para que el suelo fuera más blando. Al día siguiente, gritos, broncas y agitación.

Supieron que el amor es más excitante cuando se mezcla con el peligro. Cada noche subían a por la bandera. En una ocasión, el campeón de windsurf intuyó en la oscuridad la silueta de un centinela apostado junto al mástil. Era la evidencia de que aquella era la última bandera que les quedaba. El campeón llamó a su esposa, experta nadadora. La mujer se zambullía entre risas junto a las rocas del centinela. Salía del agua completamente desnuda y volvía a desaparecer en el mar. El centinela se acercó a la orilla mientras el campeón se llevaba así la última bandera. Al día siguiente, los ocupantes, sin más trapo que llevarse al montículo, decidieron abandonar la isla.

Estaban los novios gozando de su libertad y gozándose cuando volvieron a escuchar gritos de gaviotas. También eran soldados. Esta vez con banderas conocidas. Les contaron la historia. El oficial al mando vio las muchas banderas robadas al enemigo y el Rey les condecoró. Desde entonces los novios van a hacer windsurf a las pacíficas aguas del Caribe.