El sentido de la memoria

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JOAN BARRIL

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Llevaba más de un mes con un resfriado excesivo. Rinaldo Odorio se levantaba con la boca seca, porque al no poder respirar por la nariz tapada se le quedaba la lengua de trapo. Más de un mes sin poder distinguir el café de la colonia. Con la nariz inutilizada no hay sabores ni hay placeres. En estas condiciones, la mesa es solo un mueble, y el plato, un círculo de loza con insípidas naturalezas muertas y supuestamente comestibles. Su voz gangosa apenas le daba para un par de gruñidos. Pero no se cortó lo más mínimo a la hora de explicar su dolencia en el interior de la farmacia ambulante del Doctor Maravillas, el más curioso de los feriantes. No había nada que perder. El Doctor Maravillas, que probablemente jamás había sido doctor de nada, se hizo el interesante, le propuso un presupuesto astronómico y le citó al día siguiente para proporcionarle el remedio a su nariz obstruida y la recuperación del gran sentido del olfato. Rinaldo sacó sus ahorros del banco y al día siguiente llegaba a casa con un conjunto de medicamentos que habían de devolverle el aroma de las cosas. Maravillas le había gritado desde el camión que pronto volverían a verse.

La primera semana no pasó nada. La segunda, tampoco. Pero una madrugada, Rinaldo se despertó con un profundo olor a gas que invadía la casa. El gas es inodoro, pero le ponen ese perfume para que la gente se alarme y actúe en consecuencia. Cerró la espita y, todavía inquieto por lo que hubiera podido ser un fatal accidente, Rinaldo convino en que ya se había curado. Salió al jardín y los jazmines casi le tumbaron. Paseó junto a las caballerizas vecinas y los recuerdos de su infancia emergieron al contacto con la mezcla de paja, algarroba y centeno. Sin duda el olfato era el sentido de la memoria. Y aun siendo el sentido menos domesticable tenía la ventaja de presentarse siempre por sorpresa para hacernos revivir juegos infantiles, novias perdidas, madres que ya no están, tiempos pasados. Solo la historia huele a historia, pero nunca sabemos definir sus olores.

Al día siguiente Rinaldo se fue a la ciudad a buscar olores y recuerdos. Sabía de aquella pequeña tienda de torrefacción de café. Conocía el rastro complejo de la fragancia de una de las últimas herboristerías. Consciente de que su olfato no había llegado al umbral normal sino que el remedio del Doctor Maravillas le había convertido en un superdotado, decidió entrenarse. Con los ojos cerrados entraba en los mercados y allí vivía la experiencia apasionante de encontrar el yodo del mar, la grasa del cerdo, la tierra húmeda de los frutos del bosque, la inquietante crueldad de la carne, el dulce privilegio de los melocotones, el civilizado arte de la salazón y el aroma a limpio de los delantales de las pescaderas. Tras el recuerdo de esos colores primarios, Rinaldo empezó a percibir olores intangibles. Olió el olor a miedo del que tanto entienden las alimañas de la selva. También se adentró en los olores de la tecnología: el olor a la electricidad excesiva, el olor al coche nuevo, el aroma del aire caliente del queroseno de los aeropuertos, el temible desodorante de pino que el taxista cuelga del retrovisor o el olor de otro hombre sobre la piel de la mujer que dijo ser solo nuestra cuando en realidad nadie pertenece a nadie.

Rinaldo supo de un candidato que siempre hablaba de las encuestas de la nariz, pero se dio cuenta de que iba a fracasar y se lo dijo. Rinaldo presagiaba con el olfato si una pareja se entendería en los primeros meses de su vida. Rinaldo olía la tempestad antes que los hombres del tiempo. Rinaldo sabía cuándo gustaba o cuándo era repelido. La mayoría de los hombres habían perdido sus habilidades de caza, pero Rinaldo las conservaba. Por su nariz finalmente libre entraban las sospechas y los aciertos, los placeres y las angustias, el mal aliento del enemigo o el aroma del mejor beso. Se sentía invencible.

Pero un día, en el cruce de una calle, Rinaldo Odorio sintió un olor nuevo e inquietante. Un olor a musgo ya frío, a lágrima y a incienso. Se detuvo para identificar la fuente de aquel aroma fronterizo con la pestilencia. Venía de sus vestidos, tal vez más abajo incluso: de su propia piel. Era, sin duda, el olor de la muerte. Perplejo y paralizado por el descubrimiento, no acertó a moverse cuando el gran camión del Doctor Maravillas entró a gran velocidad por la curva y se llevó a Rinaldo por delante.