MONÓLOGOS IMPOSIBLES

Llegué en mayo y en mayo me voy

Barril

Barril / CARLOS MONTAÑÉS

JOAN BARRIL

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Mi familia tuvo que huir de los campos de concentración nazis y se refugió en Francia, disimulando su condición de judíos. Llevar una vida de constante disimulo amarga la sangre. Pero, por suerte, el 6 de junio de 1944 los aliados desembarcaron en Normandía y, con la liberación, mis padres me concibieron para que naciera en abril de 1945 en la ciudad de Montauban, ahí donde está enterrado el que fuera presidente de la segunda república española, Manuel Azaña. El otro día les decía a los europarlamentarios que si yo me hubiera puesto a hablar en el momento de mi nacimiento habría dicho a mis padres que llegaría un día cercano en el que no habría fronteras entre Francia y Alemania. Me habrían tomado por loco, sin duda. Y así estamos hoy, lejos de los ejércitos y las trincheras pero divididos entre conservadores y los verdaderos garantes de la Europa habitable.

Dentro de tres semanas deberé dejar mi escaño y ya no seré el portavoz del Partido Verde Europeo. ¡Cuántos colores se han colgado de mi nombre! Primero fue el negro de los anarquistas. Después me llamaron Dani el Rojo. Hoy soy uno de los impulsores de los verdes. Pero los impulsos también decaen. Se me conoce como uno de los líderes del Mayo del 68 de París, cuando debajo de los adoquines estaba la playa y a lo único que aspirábamos era a prohibir las prohibiciones. Fueron días de lucha y de tocar los huevos. Hasta De Gaulle tuvo que envainársela ante unos estudiantes, lo que no había hecho con los nazis. Luego todo acabó, tal vez porque ninguno de nosotros, ni yo ni Sauvageot ni Geismar, éramos la reencarnación de Danton, Robespierre y Marat.

Toda la vida siendo un apátrida y el día en el que Francia me impidió la entrada a mi país me supo mal. Tal vez por eso solicité –y me la concedieron– la nacionalidad alemana. En Alemania descansé de la política ejerciendo de provocador monitor de guardería. Bonitos tiempos aquellos en los que compartíamos piso el amigo Joschka Fischer y yo. Él llegó a ser ministro de Exteriores alemán y yo fui poniendo el color rojo de las banderas en la misteriosa lejía de los verdes. Supongo que por aquellos tiempos inciertos me cogió la morriña y una cierta nostalgia de la que salió el libro La revolución y nosotros que la quisimos tanto. Y es que la quisimos mucho. Porque la revolución ya no significaba tomar el palacio de invierno ni pasar a cuchillo a los banqueros, sino una manera de expresar que no estábamos dispuestos a continuar con el autoritarismo arbitrario, con la desigualdad de oportunidades ni con la represión sexual. Quisimos tanto a la revolución simplemente porque éramos más jóvenes. Y en el último atisbo de la juventud acabé siendo teniente de alcalde de Fráncfort, esa ciudad en la que Goethe nació para hacer el mundo más grande.

Dejo mi escaño como eurodiputado y ya no son necesarios más de-sembarcos en Normandía ni en ninguna parte. Tal vez algún día se podrá hablar del federalismo europeo y la gente podrá elegir su lugar de residencia en un continente que pensará más en los paisajes que en las fronteras. Me voy tras 20 años como eurodiputado. Soy un hijo del siglo, aunque sea del siglo pasado. Y pienso que cualquier tiempo pasado no fue ni mucho menos mejor que el presente. Tal vez sobramos todos, los veteranos de las ideas y los viejos poderosos.

Que lleguen de nuevo los jóvenes a recordarnos que bajo los adoquines siempre encontraremos unos metros de playa.