La democracia y los medios

El arte de leer la prensa

La verdadera garantía de la libertad de información es un público con criterio para juzgar las noticias

SALVADOR GINER

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El los países democráticos no hay lo que llamamos, por comodidad, un público, sino un conjunto de públicos. Esta verdad es tan elemental que solo las tiranías modernas, es decir, totalitarias, asumen que hay un único público digno de tal nombre, puesto que los demás se consideran delincuentes, ya que no otra cosa son los disidentes, quienes tienen la valentía de no coincidir con la ideología oficial.

Siempre me sorprende escuchar de vez en cuando que esto (refiriéndose a nuestro país) no es una democracia, sin matices. Ciertamente, España posee una democracia que debería mejorarse, y que es defectuosa, como lo son tantas otras democracias, muy respetables y hasta vecinas nuestras. Pero es plural, y lo es no solo porque hay partidos para casi todos los gustos (y alguno para disgustos), sino porque hay una prensa libre.

Cosa que afirmo no porque no haya tenido jamás un problema con lo que he ido diciendo en la prensa, y mucho menos aún con un diario como este, que tiene la virtud de una apertura a la mayoría de nuestra sociedad, y a sus necesidades, muy superior a muchos otros comparables a él. (Un cumplido del que no pienso repetir ni abusar, pues no son mi estilo las alabanzas). El caso es que no hay nada que plazca más al ciudadano gruñón, espécimen abundante en todas las Españas, que afirmar que no somos demócratas, o que el país tampoco lo es. Naturalmente, el que así se expresa asume que él es muy demócrata.

Decir que no «hay prensa libre» porque toda está dominada por grupos de interés más o menos siniestros, o por periodistas engañabobos, es transformar el sano escepticismo (redundancia: el escepticismo siempre es sano si la dosis es fuerte) en inmoral cinismo. Reconocer que cada colectividad -los financieros, los sindicatos, los gremios profesionales, los nacionalistas de este o aquel bando- hacen cuanto pueden por imponer su versión de la verdad -que coincide sospechosamente con sus intereses- no entraña que no haya libertad de prensa, aunque tal vez no toda la que sería de desear.

Alcanzar y mantener el ideal de que el periodista y sus lectores no rompan el puente que les une es un objetivo más arduo de lo que parece. El periodista sabe que la relación con el público lector es siempre más frágil que la que existe entre él y los supuestos intereses más o menos ocultos a los que los más maliciosos suponen que sirven. Como dicen por los pasillos del Times londinense, cuando los periodistas comienzan a cansarse de un tema o noticia, el público lector soberano empieza a interesarse en serio por esa misma cuestión. En este mundo, mucho me temo, prácticamente no hay oficio serio que no tenga sus dificultades o ausencias de sintonía con su entorno, su público o clientela.

Más allá de este asunto, lo esencial para la libertad de prensa no es ella en sí misma sino la existencia de una colectividad de lectores tan ávida de enterarse de lo que pasa, o lo que se piensa, como de juzgar por su cuenta lo que lee. La esencia de la cuestión está en manos del lector y no tanto del periodista. Poseer una ciudadanía crítica lectora, ser un pueblo culto -por usar una vieja expresión- es más crucial aún que gozar de un buen colectivo de periodistas y sabios conocedores del interés común de la gente.

En numerosas escuelas de periodismo se enseña, prensa diaria en mano, el ejercicio de la lectura crítica. Pero tengo la impresión de que con la excepción lógica y natural de las facultades de Ciencias de la Información -nombre algo pomposo para las escuelas universitarias de periodismo y comunicación- no se dedica la atención debida a cómo la misma prensa debe ser siempre algo incómoda para muchos de sus propios lectores.

La comprensible obsesión por alcanzar siempre cotas de venta superiores a las de tu vecino -y en muchos casos copar una parte cada vez mayor de la publicidad y los ingresos que el aumento de la difusión supone- distorsiona las cosas y permite una libertad de prensa demasiado mediatizada por fuerzas muy tibiamente amigas de la verdad, cuando no hostiles a ella. Pero eso no prueba que no exista. Está en manos del lector. Un país de lectores más exigentes con la verdad que con la valoración de esta por unos u otros cuando se la cuentan es el que necesitamos.

En el mundo de la prensa son tan importantes unos lectores capaces de cultivar el arte de leerla siempre críticamente como unos profesionales dedicados día tras día a transmitir lo que pasa, la opinión y, con frecuencia, hasta la pura verdad en letra impresa.