El futuro de un país latinoamericano

Encrucijada venezolana

Frente al golpismo y el populismo, tras Chávez debería imponerse la tercera vía de la democracia liberal

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SALVADOR GINER

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De casi todos los caudillos y dictadores hispanoamericanos puede decirse el cervantino verso de «fuese, y no hubo nada». No así de Hugo Chávez. Por fin fuese, y sí hubo. Hubo mucho.

Para cualquier escéptico, los casi tres lustros presidenciales del comandante Hugo Chávez han dejado un país sumido en un crecimiento económico muy lento, una democracia socavada por la intimidación de cualquier rival, una inflación galopante y un aislamiento internacional solo mitigado por dudosos apoyos estratégicos por parte del sempiterno dictador cubano o algunos regímenes populistas sudamericanos. Para cualquiera que, como quien esto escribe, sea algo conocedor y muy admirador de Venezuela, hay también virtudes en su haber: Chávez llamó la atención sobre la miseria de un pueblo morador de un país inmensamente rico cuyas oligarquías no habían sido nunca capaces de dar oportunidades a la ciudadanía.

La tragedia venezolana es que ya en la época en que Chávez dio su golpe de Estado, fallido, contra el presidente Carlos Andrés Pérez, en 1992, se estaba formando una clase media pluralista y constitucionalista que, si el propio Chávez no le hubiera cortado las alas, habría consolidado la democracia pluralista en el país y habría abierto esa vía para toda América Latina. Frente a su decrépito y estalinista amigo Fidel Castro, Chávez fue capaz de dar posibilidades a la oposición. Aunque la mantuvo contra las cuerdas y le quitó, cuando le convino, libertades cívicas y de prensa, le presentó batallas electorales y las ganó. El monopolio de micrófonos, altavoces y cámaras televisivas hace más milagros que la Virgen de Caromoto, santa patrona de Venezuela. O que la espada victoriosa de Simón Bolívar, genial libertador de la América hispana. Chávez, con desparpajo, la blandía en público sin miramientos. Imagínese, estimado lector, que alguno de nuestros mandatarios empuñara la espada del Cid, la célebre Tizona, para arengar a la ciudadanía y, supongo, ahuyentar sarracenos.

El futuro de Venezuela, y en gran parte de la vasta parte norte de Sudamérica, dependerá mucho del futuro mismo de una oposición en la que los partidos liberales de izquierda y socialistas democráticos tienen una posición predominante. La ha encabezado Henrique Capriles, antiguo gobernador del estado de Miranda y que en las elecciones del año pasado logró más del 44% de los votos a la presidencia. (Una vez más, algo que hay que recordar a favor de Chávez: su mantenimiento de unos mínimos respetables de pluralismo republicano, lo que sus detractores suelen olvidar.) Capriles tendrá algunos pocos amigos nostálgicos de los lamentables tiempos en que en Venezuela mandaban las oligarquías más estrechas, cuando los beneficiarios de los ciegos beneficios petroleros se gastaban todo lo que se les antojaba en Miami y exportaban a espuertas capitales a Suiza u otros destinos fraudulentos. Pero su movimiento contiene elementos cívicos muy prometedores. Ha habido y hay en Venezuela una muy notable preocupación por la democracia local, por la participación ciudadana, por la incorporación activa de las gentes a la vida pública. Y no solo en Caracas, sino en la primera ciudad industrial, Valencia, estratégicamente vinculada a Puerto Cabello, centro de exportaciones pero también de la excesiva importación de unos bienes que los mismos venezolanos deberían producir. Una democracia libre de demagogias petrolíferas -cosa que no superó Chávez- tendrá que seguir la vía industriosa y seria abierta por esa nueva mentalidad.

Es la tercera vía. Frente al golpismo de los cuartelazos y a la alternativa del caudillismo populista, sentimentaloide y represor de la prensa libre y la disidencia, alborea por fin, y no solamente en Venezuela, una posibilidad de consolidar una democracia liberal en el sentido más genuino de la palabra. La clase cívica venezolana sabe muy bien, tanto como lo sabemos nosotros, que esta tercera vía, la de la democracia liberal, dista mucho de la perfección. Pero es el régimen menos malo del mundo, por ahora. Es el orden político de las garantías de libertad y de una cierta justicia. Es el que da trabajo, como vemos cada día, a nuestros magistrados, que no cesan llevando a juicio a tanto político corrupto. Aunque sean o hayan sido ministros del Gobierno.

No soy nadie para dar consejos a nuestros amigos venezolanos, pero sí lo soy -lo somos- para alegrarnos de que esa senda esté cada vez más abierta para ellos. Al fin y al cabo, Hugo Chávez y el llamado chavismo no lograron cortar definitivamente el paso a esa democracia liberal. Es lo mejor que recordaremos del último caudillo de las Américas. Esperemos que cuando muera Fidel Castro, cosa inverosímil pero que sucederá, haya sido este el último en perpetuarse en un poder que nunca debería ser eterno para un mero ser humano. Presidente del Institut d'Estudis Catalans.