Los cambios sociales

El necesario retorno a la solidaridad

Frente al individualismo inducido, hay que pensar la sociedad como un todo y reconstruir los vínculos

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MANUEL CRUZ

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«La solidaridad evita el Prozac», declaraba hace unos días un político latinoamericano, dicharachero, de visita en España. De parecernos razonable la afirmación, probablemente no nos quedase otro remedio a renglón seguido que suscribir también la versión inversa, a saber, la de que es la ausencia de dicha virtud la que está en el origen de ese estado de ánimo, francamente derrotista, por no decir deprimido, en el que individuos y grupos parecen hoy sumidos en nuestra sociedad. Ubico en la actualidad esta actitud para intentar mostrar lo que tiene de efecto o resultado de toda una serie de transformaciones que se han venido produciendo en las últimas décadas en la esfera del imaginario colectivo.

PIENSO, en particular, en el rampante individualismo que, debido a la expansión de las políticas neoliberales en los años 80, se generalizó como la única visión del mundo aceptable y adecuada al nuevo estado de cosas, una vez que se hizo evidente el irreversible fracaso del socialismo real. Ese individualismo que daba por descontados los efectos benéficos de la competitividad, elogiaba el ansia ilimitada de enriquecimiento y veía con buenos ojos el afán por el reconocimiento y el brillo social, incluso era aceptado, apenas con algunos leves retoques cosméticos, por sectores progresistas que o no se atrevían a enfrentarse a la nueva visión hegemónica de la sociedad y la vida o, peor aún, parecían haber acabado seducidos por sus encantos.

De hecho, buena parte de la cantinela posmoderna sobre la sociedad de consumo (cuando no del despilfarro) alcanzó su máxima difusión durante dicha época, contribuyendo a mistificar el carácter profundo de aquella realidad a base, por ejemplo, de endosar a los presuntos consumidores -precisamente por serlo- la responsabilidad de la existencia de este tipo de sociedad. Proliferaban los ensayistas de la banalidad, de la debilidad, de lolight,incapaces de ir más allá de las apariencias. Ahora, cuando ha saltado por los aires aquella engañosa carcasa, ha quedado a la vista la extrema dureza de lo real. Hasta el filósofo francésGilles Lipovetsky-teórico de lo efímero en su momento- señalaba hace bien poco que, por más que en los anuncios de los bancos no haya números, sino solo gente sonriente, flores, niños y perros, quien no paga su hipoteca acaba durmiendo en la calle. Con la contrapartida sangrante de que, cuando es el banco el que no se hace cargo de sus deudas, estas las acaban pagando los ciudadanos, tal y como en nuestro país nos ha sido dado comprobar en las últimas semanas. Con las palabras del propioLipovetsky: «Debajo de todas esas sonrisas lighthay realidadesheavies: paro, frustración, pobreza, soledad, miedo… Mucho miedo».

En esas estamos. Aquel individualismo, que en épocas de bonanza se conjugaba como un darwinismo de baja intensidad que propugnaba una lucha por la vida de resultado incierto (del que no quedaba excluido el éxito: ahí radicaba su atractivo), ha mutado en un cruel, descarnado y mondo sálvese quien pueda. Por añadidura, buena parte de los esquemas heredados que solíamos utilizar en nuestro tráfico con el mundo se han revelado rigurosamente inservibles. Así, ideas como la de la confianza en el progreso, que pese a todas las críticas que, a lo largo del siglo XX, le dedicaron los filósofos tan arraigada estaba en el sentir de las gentes, han perdido su condición de fuente de energías movilizadoras en una época en la que el futuro ha dejado de esperarse para pasar a temerse. Aquel convencimiento, tan poco reflexivo como generalizado, de que, aunque no se supieran del todo bien los motivos, las cosas tendían inexorablemente a ir mejor y, en consecuencia, una particular mano invisible terminaba siempre viniendo en nuestra ayuda, se ha volatilizado por completo. Por ello, se hace urgente reflexionar acerca de las herramientas con las que nos enfrentamos a la situación que nos ha tocado vivir.

SE SIGUE DE lo que hemos dicho que no hay razón para que desdeñemos buscar en la historia esos instrumentos que nos hacen falta. En efecto, asumir hasta sus últimas consecuencias la crítica al progreso implica aceptar que carece de sentido pensar que siempre acertamos en el pasado. Más aun, es muy probable, a la vista de la tormentosa deriva que es el presente, que tengamos a las espaldas algún grave error sobre el que deberíamos volver para subsanarlo.

Frente a un individualismo inducido, y diseñado como un ariete contra la solidaridad, se impone la tarea de reconstruir los vínculos que nos unen, volver a pensar la sociedad de una vez como un todo, o, si la palabra todo espanta a alguien, como algo compartido y que nos acoge. No temamos usar las nobles y antiguas palabras, ni las venerables ideas recibidas. No regalemos nuestros mejores valores a quienes más han demostrado no creer en ellos. ¿O es que no les solivianta, por terminar con un ejemplo, contemplar cómo se les llena la boca hablando de la cultura del esfuerzo a quienes más han hecho por la especulación y la economía de casino que nos ha arrastrado hasta este desastre?

Catedrático de Filosofía Contemporánea (UB).