Opinión | Editorial

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La amenaza de los empleados de AENA

La opinión del diario se expresa solo en los editoriales. Los artículos exponen posturas personales.

Los sindicatos que representan a los 11.000 trabajadores de AENA han convocado 22 días de huelga distribuidos a lo largo de cinco meses de tal manera que rompen las vacaciones de Semana Santa, el puente del 1º de Mayo, la operación salida de julio, su regreso, la operación salida de agosto y su regreso. No sabemos cómo acabará esa convocatoria, pero es fácil imaginar el efecto que tendrá para quienes hubieran pensado en venir a España para esta Semana Santa de finales de abril. Por tanto, el primer daño ya está hecho. CCOO, UGT y USO, sindicatos serios que respaldan esta aventura, deberían ser conscientes de esas consecuencias imperdonables. Tanto los portavoces de la plantilla como el propio ministro de Fomento dicen que todavía hay tiempo y posibilidades de llegar a un acuerdo. Pero eso son criterios políticos. Aceptar ese planteamiento es como dar por buena una estrategia en la que todo vale con tal de conseguir el objetivo.

El origen de este conflicto son tres privatizaciones: el 49% de AENA, la gestión de los aeropuertos de Barajas y El Prat, y 13 torres de control. Los trabajadores sospechan que les irá peor en manos privadas, un temor subjetivo que quizá esté fundado. Pero lo que no tiene ni pies ni cabeza es que pongan al país patas arriba y perjudiquen la industria que mejor funciona en estos momentos de crisis, el turismo, porque ellos prefieran ser funcionarios y no trabajadores del sector privado como la inmensa mayoría de los españoles, que son los que pagan las tasas aeroportuarias, los billetes de avión y los impuestos que equilibran la cuenta de resultados de su empresa cuando es necesario.

Se equivocan. La huelga está protegida por la Constitución como un derecho fundamental, pero no para defender un estatus contractual concreto, tan digno como cualquier otro. La semiprivatización de AENA responde a una reclamación de las comunidades autónomas que quieren participar en la gestión de los aeropuertos. Y la privatización de la gestión de las torres de control trata de eludir el chantaje de los controladores. Qué más hubiéramos querido que esa élite de técnicos no hubiera obligado a dar el paso, una élite que lo era no solo por sus sueldos, sino por su capacidad de paralizar la vida normal de los ciudadanos.