Conde del asalto

Cómo mirar a Miró

Hay cosas de Barcelona tan presentes desde siempre que ya no sabemos mirar. Una de ellas es Miró

onbcn Mural

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Miqui Otero

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Del mismo modo que hay gente muy famosa que no es nada conocida, o a la que no conocemos realmente, hay cosas de Barcelona tan presentes desde siempre, que hemos visto tantas veces, que ya no sabemos mirar. Una de ellas es Miró. Está en el logotipo de la tarjeta bancaria que nos han cobrado por duplicar. Está en el mural de cerámica de la terminal del aeropuerto a la que ya nunca vamos. Está en esa escultura del parque, esa mujer tocada con un pájaro plátano, en el que fuimos a coger libros de la biblioteca, a correr durante el entreno de básket y a fumar primeros pitillos. Y, como está en todos los lados, no nos fijamos en ello, como nos sucede con las virtudes de las personas más cercanas.

La Fundació Joan Miró es la típica visita escolar que todos hemos hecho. Cuando ahora volvemos, como hice yo el domingo, nos asaltan flashes: las taquillas de colores llamativos y planos, el tapiz de macramé gigantesco, el diálogo de esa pareja (él casi un falo, ella con cabeza de luna) de la escultura de resina de poliéster. Nada supera la primera vez que fuiste, pero se puede intentar disfrutar con una mirada adulta. Y más en estos tiempos.

Criaturas monstruosas

Miró empezó a dibujar intuitivamente criaturas monstruosas cuando faltaba poco para que estallara lo que finalmente sería la guerra civil. Cuando lo que llegó fue la segunda guerra mundial, abandonó París para instalarse en Varengeville-sur-Mer (Normandía), donde decidió evadirse completamente de la realidad, creando una nueva. Se consagró a pintar sus 'Constel.lacions', encerrado en casa. Tras la toma nazi de Francia, tenía miedo de que todo desapareciera realmente, de que le prohibieran pintar y acabara haciéndolo solo con una rama en la arena de la playa o trazando figuras con el humo del cigarro. Para él, pintar esa diversidad de criaturas sobre fondos celestes era como trabajar en la clandestinidad. 

Pasó el tiempo y en 1975 inauguró en Montjuïc el edificio de su fundación, geométrico y cercano, blanco como una casa balear, rodeada de naturaleza y abierta a ese mar que es la ciudad (ese paisaje con todo de casas como de terracota o de castillos playeros). 

Una mirada casi prehistórica

De Miró podemos aprender que un punto puede ser más expresivo que un discurso y que cualquier material u objeto cotidiano tiene más valor que la escultura más cotizada. Él apostó por una mirada casi prehistórica, con la sencillez de la caligrafía oriental, de la pintura rupestre, de un trabajo escolar de parvulitos hecho con las manos manchadas de pintura. 

Despachado como naíf, es un artista mucho más político de lo que parece. Quiso desmontar la jerarquía, sacar el arte a la calle, meter el campo en el estudio. Declaró que asesinaría a la pintura. Acuchilló y quemó (literalmente, los incendió) lienzos, técnica inspirada por unas protestas juveniles callejeras.

En la azotea del edificio, que se recorta contra el cielo con 'skyline' de ficha de Lego, los niños corretean entre esculturas hechas con horcas, cajas de madera y tapas de basura tintadas con colores vivos. Todo y nada es importante. Y todo es un juego y todo es terrible. Todo se puede y se debe tocar. 

Hay algo magnífico en pensar en Miró en estos días, cuando la historia vuelve a manifestarse con toda su violencia en Europa. Hay mil consejos y refugios en la obra y el edificio de este pintor que sabía ser, al mismo tiempo, el niño curioso y el adulto comprometido.

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