Conde del asalto

Pizza en el cine

El director de ‘Licorice Pizza’ es lo más parecidoa un mago. Todo es sutil, todo duele lo justo, todo te provoca la justa sonrisa. ¿Ese primer flechazo habría funcionado con mascarilla?

LICORICE PIZZA

LICORICE PIZZA

Miqui Otero

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Tiene sentido que si la primera salida a la calle que hice tras el primer confinamiento estricto fuera para ir a una pizzería, la primera película adulta que haya visto en un cine lleve por título 'Licorice Pizza'.

Quizás debería aclarar lo de “adulta”: no me refiero a pornográfica, sino más bien al hecho de que las dos anteriores que había visto en sala grande habían sido (la paternidad obliga) 'La patrulla canina' y 'D’artacán y los tres mosqueperros'.

Uno piensa que ir al cine es como ir en bici: no se olvida. Y, sin embargo, me confié con la entrada y acabé viéndola en primerísima fila (recordé vivamente cuando vi desde las primeras butacas 'Casino' y casi vomito por el mareo en una de las mil escenas de ruletas girando). Tanto tiempo había pasado que evidentemente había olvidado comprar palomitas y casi me pongo a reclamar airadamente la sintonía de Movierecords. La sala era el Phenomena, pantalla gigante y calidad de la cinta gourmet, así que pronto me relajé.

'Licorice Pizza' es una deliciosa película romántica con una tensión sexual sostenida en las peripecias de muchos años. Esto no es una reseña cinematográfica, pero su director, Paul Thomas Anderson, es lo más parecido a un mago. Y aquí logra esa magia en una historia nada aparatosa, donde todo es sutil, todo es bonito, todo duele lo justo, todo te provoca la justa sonrisa.

Me recordó a 'Los duelistas', una cinta muy diferente. En esta, ambientada a principios del siglo XIX, un teniente de húsares del ejército francés tiene que arrestar a otro teniente por haber participado en un duelo. Desde entonces, se convierten en enemigos íntimos y se desafían sin tregua, una y otra vez, a lo largo de 15 años. 

Amor a primera vista

Aquí, un quinceañero (un niño prodigio del cine algo venido a menos y algo venido a más en kilos, con la llegada de la adolescencia) se enamora a primera vista de una chica diez años mayor que él que trabaja haciendo fotografías en ese centro escolar de Los Ángeles. El flechazo es instantáneo y en un plano secuencia maravilloso le acaba anunciando que muchos años después se acabarán casando. Ella se ríe.

Durante meses y meses, intentan levantar negocios absurdos (camas de agua), conocer a otras parejas, vivir la primera vez una y otra vez. Hay secundarios gloriosos y meandros narrativos de los que parece que no van a ningún lado pero van directos a tu risa y a tu bombeo cardiovascular. 

Una gozada, vaya. Pasa que hacía mucho que no hacía una inmersión así en el cine, así que era un poco como esos primeros espectadores que vieron la película muda del tren y huyeron a la carrera de la sala pensando que los atropellaría. Yo no podía evitar pensar que ese primer flechazo adolescente quizás no habría funcionado con mascarilla. Y que ese encuentro y desencuentro de los dos protagonistas habría resultado todavía más trabajoso si tuvieran que coordinar sus respectivos confinamientos por contacto estrecho con positivo. Incluso el final feliz podría caer mal si el test de antígenos lo impedía. 

Pero, al final, me fui del cine como expulsado de un mundo donde nada de lo de fuera (esas mascarillas y cuarentenas, también todas esas obligaciones personales) existía. Miré la marquesina del Phenomena prometiendo volver. Me puse los cascos y busqué la banda sonora de la película, que es lo que hago siempre que una película me gusta y me quiero quedar a vivir dentro.

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