Crítica de 'Licorice Pizza', de Paul Thomas Anderson: la extraña (y luminosa) pareja

Paul Thomas Anderson viaja a principios de los 70 para ofrecer una historia de apariencia tranquila, pero nada nostálgica, rodada en 70mm panorámicos, que la convierten en una experiencia cinética envolvente y contundente

Aunque el estreno oficial en España es el 11 de febrero, la película puede verse desde hoy en la copia de 70 mm en las salas Phenomena de Barcelona y Palafox de Zaragoza, así como en los cines Balmes

Imagen promocional de 'Licorice pizza', de Paul Thomas Anderson

Imagen promocional de 'Licorice pizza', de Paul Thomas Anderson

Quim Casas

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Paul Thomas Anderson ambientó su tercer largometraje, ‘Magnolia’, en el valle de San Fernando, en el área metropolitana de Los Ángeles, el lugar en el que vive desde hace mucho tiempo. Aquel filme era un relato coral de historias independientes que acaban relacionándose entre sí. Philip Seymour Hoffman interpretó a uno de los personajes. De hecho, hasta ‘The master’, Hoffman, fallecido en 2014, intervino en todas las películas de Anderson excepto ‘Pozos de ambición’, convirtiéndose en su actor más especial. Dos décadas después, el director sitúa la acción de ‘Licorice Pizza’ de nuevo en San Fernando, que es tanto un lugar como un estado de ánimo, el de varios adolescentes y jóvenes a principios de los años 70. Y uno de estos está interpretado por Cooper Hoffman. El debut ante las cámaras del hijo de Seymour Hoffman establece una emotiva relación con anteriores trabajos de Anderson. No es solo una especie de homenaje a su actor predilecto. Es también una transmisión de conocimiento cinematográfico, como si el director de ‘Licorice pizza’ le debiera a Seymour Hoffman el tutelaje inicial de su hijo.

La verdad es que pese a carecer de experiencia, Cooper Hoffman está muy bien. Anderson extrae de él toda la expresividad posible de su edad, sus dudas, miedos y aspiraciones. Lo mismo con Alana Haim, otra debutante en cine, a la que Anderson había filmado en varios videoclips de Haim, la banda formada con sus dos hermanas. La diferencia de edad entre ambos personajes no es un inconveniente, todo lo contrario. Ni la muchacha ejerce como alguien de su edad en el filme, 25 años, ni el adolescente tiene las mismas inquietudes que los chicos de 15 años. Esta ‘extraña’ amistad alumbra una historia de apariencia tranquila, aunque no relajada, ya que los protagonistas son sometidos a diversas pruebas en un contexto sociopolítico bien definido y últimamente muy explorado por el propio cine norteamericano.

En la historia de Alana y Gary se mezclan algunos recuerdos del propio Anderson y del productor Gary Goetzman, del mismo modo que aparecen personajes imaginarios y reales (otro productor cinematográfico, Jon Peters) interpretados por Bradley Cooper, Sean Penn, Tom Waits, Benny Safdie, Maya Rudolph o George DiCaprio, padre de Leonardo. Anderson filma con una mezcla de elegancia y agitación –como en ‘El hilo invisible’, aunque con un estilo visual distinto–, y la cámara se desplaza de un personaje a otro capturando de paso la esencialidad de ese valle de San Fernando tan importante para el director como para quienes lo habitan en esta ficción. Anderson busca una cualidad y nitidez que solo puede darle el formato de 70 mm, tan importante aquí con en las películas de Quentin Tarantino y Christopher Nolan rodadas en este soporte. El director, nada nostálgico –esto no es ‘American graffiti’–, hace vibrar a los personajes por sí mismos –la complicidad entre ellos es sencillamente luminosa– y por la manera de filmarlos en panorámico, buscando –y logrando– una experiencia cinética envolvente y contundente.

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