Opinión | QUEMAR DESPUÉS DE LEER

Laura Fernández

Laura Fernández

Escritora y periodista

Nadie es más de aquí que tú, por Laura Fernández

Dice Alejandro Zambra que uno escribe para pertenecer, pero también se escribe para hacer pertenecer, se observa el mundo desde fuera y se le da forma dentro para que todo quede fijado, de una vez y para siempre, y es milagroso cuando ocurre como ocurre en 'Orquesta', la última y generosamente apasionante novela de Miqui Otero, el escritor que, de niño, escribía sobre fantasmas que sólo querían encajar

El escritor Miqui Otero.

El escritor Miqui Otero. / SARA MARTÍNEZ

El año 2007, Miranda July, la cineasta experimental, la escritora inhabitual, la mujer para quien la vida es, a la manera de Sophie Calle, una forma de arte, publicó una antología de relatos titulada 'Nadie es más de aquí que tú' (Random House). A su manera minimalista y frontal, July exploraba aquello que queda fuera del yo, ese todos los demás que incluía, a modo de coletilla, en el título de su primera película -Tú, yo y todos los demás- el punto de partida de una carrera que se persigue a sí misma, o se radiografía, se palpa, tratando de descubrir qué hay de real en ese mundo que se tiene por real, el de ahí fuera. Un mundo en el que el yo -su propio yo- es también una obra de arte, algo que se deforma, y se pone a prueba y trata de fundirse con, por qué no, el universo.

No es, sin embargo, ese universo algo ajeno a lo humano sino todo lo contrario. Es, profunda y deseablemente humano. Es decir, explora, July, desde el otro lado del espejo, ese que John Cheever cruzaba en sus diarios -sirviéndose en bandeja como personaje, un personaje tan enamorado de la posibilidad de ser humano que su lectura es por momentos insoportablemente hermosa-, en qué consiste formar parte de aquello que estamos creando entre todos, la obra colectiva de lo que significa ser la especie escritora -aquella que intenta darle sentido a lo que ocurre, y fijar ese sentido- en un planeta del que creemos saber muchas cosas, pero la única certeza está en aquello que nosotros mismos construimos en él: nuestra historia.

Uno escribe para pertenecer

Dijo en una ocasión Alejandro Zambra que uno escribe para pertenecer. Es decir, en algún momento, el escritor rompió el espejo y pasó al otro lado, y dejó de formar parte de lo que es y empezó a dedicarse a observar lo que se construye ahí fuera. Y la escritura es la varita mágica que le devuelve, o finge hacerlo, a ese otro lado en el que nunca está del todo. Como el niño que ha hecho pedazos el castillo de piezas de goma cuando nadie miraba, lo reconstruye, y le da el aspecto que cree que debería tener, o que ha tenido en los momentos en los que más cerca ha estado de sentirse parte de ese mundo que contempla sin que parezca estar contemplándole a él. Luego le llama relato, o le llama novela, y lo que hay dentro es eso que sólo él ha visto, fijado, milagrosamente, para siempre.

Ocurre en la última novela de Miqui Otero, 'Orquesta' (Alfaguara), que aquello que queda fijado es algo que, misteriosamente, te pertenece. Y así, uno escribe, me digo, ampliando la cita de Zambra, para pertenecer, sí, pero también para hacer pertenecer, y he aquí la generosidad nada contenida, celebratoria, magnánima, de aquel que, maravillado por lo que ha visto, y ha sentido, desde niño, el niño que aún está ahí, en algún lugar, porque sí, todos contenemos todas y cada una de las edades que hemos tenido, y el escritor, como diría Francis Scott Fitzgerald, las contiene todas a la vez, y se pasa el día, como diría el propio Miqui Otero, sintonizando, con un peculiar mando a distancia, con cada una de ellas, para vivirlo todo otra vez.

"Estoy dentro y fuera de ti", repite, como en un mantra, la supuesta voz de la Música, ese ente que está en todas partes, o casi todas, y que puede recorrerte siempre que se topa contigo, y saber exactamente lo que sientes, y conocerte. La Música es la supuesta narradora de 'Orquesta', o, mejor, es también la narradora de 'Orquesta', porque el yo en la novela está ampliado, y esto es algo que a John Barth —que esta semana se ha despedido, lamentablemente, del mundo, pero entre nosotros seguirán para siempre sus narradores, de una inocencia invencible, el explorador de hasta el último límite, ese narrador que es a la vez un yo y un nosotros— le hubiese encantado, porque a su manera, Otero se despega del mundo para no reflejarlo, sino compartirlo.

Mutante yo múltiple

Hay un majestuoso y mutante yo múltiple -tantas voces como edades y mundos posibles dentro de ese mundo cerrado que es el nuestro, ese al que pertenecemos-, que nace de la necesidad, del deseo, de compartir, y se vuelve un tipo de yo distinto, un yo compartido, un yo que cuenta, que te cuenta a ti, que eres, a la vez, un personaje de la novela -el niño que da vueltas en una bicicleta roja, aún todo por hacer, el mundo, una pista de despegue-, y el lector de la misma, alguien que está, como la Música, dentro y fuera. Otero sublima aquí, en una novela que es más artefacto, afortunado artefacto, que nunca, su visión encantada del mundo, una en la que lo que hacemos en él no sólo puede también ser hermoso, sino que ya lo ha sido, que lo está siendo, ahora, y aquí.

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