Aniversario de un artista universal

El largo camino por el que Miró acabó erotizando Barcelona

"A medida que pasan los años me siento más libre y más violento". Miró de la A la Z

'Dona i ocell' de Joan MIró

'Dona i ocell' de Joan MIró / Ricard Cugat

Elena Hevia

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La primera vez que Joan Miró expuso obra en Barcelona fue en las Galerias Dalmau de Portaferrissa en el 1918. En el programa de mano de aquella muestra individual, alguien garabateó sobre las letras de su apellido y donde ponía ‘Miró’ pasó a leerse ‘Merda’. No fue solo una opinión aislada, los críticos, poco avezados, no lo trataron mejor y el artista no volvió a protagonizar una exposición similar en la ciudad. El caso es un perfecto ejemplo de la relación mercurial que mantuvo con Barcelona, el lugar en que nació y donde recibió su formación como artista. 

Miró no se concebía a sí mismo más que como catalán pero necesitaba crecer como creador, vincularse a las vanguardias artísticas internacionales por entonces en plena ebullición. Por eso a lo largo de la década de los 20 su vida transcurrió entre París, Mont-roig –el pueblo de su padre- y Barcelona, combinando lo mejor de esos mundos. Una guerra, la civil española, le dejó varado en Francia y otra, la mundial, le devolvió de nuevo a la Barcelona ocupada por el franquismo, donde regresó sin grandes aspavientos, casi de puntillas. Para que su exilio interior culminara, en 1957 recalaría definitivamente en Mallorca, la isla de su madre y de su esposa. El régimen le dejó en paz pese a haber sido el artífice del cartel ‘Aidez l’Espagne’ y a lo largo de los años intentó sin éxito su adhesión. Miró no fue Dalí. 

Deseo barcelonés

No era fácil oponerse al franquismo y a la vez hacer intervenciones artísticas en Barcelona de forma oficial. Miró tenía un plan, un proyecto que afectaba a su ciudad. Quiso que por tierra, mar y aire, sendas obras suyas dieran la bienvenida a los viajeros en tres puntos clave. Era difícil oponerse a los deseos del por entonces más reconocido pintor español, con permiso de Picasso. En 1970 puso la primera piedra de su empresa con la realización del mural del Aeropuerto del Prat, la actual T-2, 50 metros de largo por 10 de altura y casi 5.000 piezas de cerámica con figuras y símbolos inequívocamente mironianos.  

Fundació Miró. 

Fundació Miró. / JOAN PUIG

El proyecto de las bienvenidas ciudadanas se queda chiquito frente a la creación de la Fundació Joan Miró en 1975. Concebida como centro de estudios de arte contemporáneo, con voluntad de ser más que un museo “cadavérico”, abre las puertas en junio reuniendo 10.000 piezas del autor. También supone la coronación del artista en una ciudad que ya contaba con un museo dedicado a Picasso. Cinco meses antes de que el dictador muriese en la cama, el artista y su esposa deciden no prestar su imagen en la inauguración y se van del edificio antes de que entre el público. El conjunto de nueva planta en Montjuïc, exigencia del artista, es encargado a Josep Lluís Sert que realiza un edificio abierto marcado por la luz y la arquitectura mediterráneas. 

Punto final del horror

Un año más tarde, Miró coloca en el suelo de las Rambles, en el llamado Pla de l’Os, su personal cosmogonía colorista en forma de mosaico ejecutado por el ceramista Joan Gardy Artigas. Es otro de los tres puntos soñados. Este correspondería a la entrada marítima de la ciudad y fue expreso deseo de Miró que los viandantes pudieran pisar su obra. El día de su inauguración alguien le comenta al artista que las teselas estaban muy mal puestas. “No sabe lo que me ha costado que sea así”, respondió este. El lugar adquirió una significación añadida y funesta con el atentado de agosto de 2016 al convertirse en el punto en el que se detuvo la furgoneta. Las flores y los objetos conmemorativos cubrieron el dibujo del alegre ‘trencadis’. 

La tercera pata de los ‘welcomes’ mironianos debería haberse situado en el Parque de Cervantes en la entrada, por tierra, a Barcelona, pero finalmente en 1982 la idea acabó fraguando en el espacio del antiguo matadero municipal con la escultura conocida como ‘Dona i ocell’, aunque en un primer momento el nombre fuese ‘Dona-bolet amb barret de lluna’. Un año antes el artista sufrió una embolia que le dejó casi ciego y con dificultad para caminar. Genio y figura. La vejez no limó sus obsesiones juveniles. No importaba que estuviera a punto de cumplir 90 años. Ese enorme falo de 22 metros que es la escultura, que cuenta también con una gran vagina, da cuenta de su habitual imaginería erótica, siempre tan evidente y tan cruda, aunque la interpretación habitual haya sido el destacar una presunta ingenuidad y su alegría infantil. El último regalo, más malicioso de lo que pueda parecer, del genio a la ciudad fue situar en ella ese monumento sexual, crudo y desafiante. 

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