Crítica de libros
Crítica de 'Las singularides' de John Banville: la curiosidad del demiurgo
El autor irlandés despliega de nuevo su elaborado estilo y su socarronería en una novela que persigue las emociones de tres personajes imperfectos
Gonzalo Torné
Escritor
Los lectores de John Banville saben perfectamente lo que van a encontrar en sus novelas: un maestro del estilo y un mago de la metáfora, un talento sensorial único y un abordaje imprevisible de la frase. Banville parece a veces comprometido con no entregarle al lector una sola frase que no esté bien elaborada literariamente, loca por escapar a las inercias y la expresión convencional. El resultado es un párrafo denso (al estilo de las buenas sopas) y una morosidad de la acción (como si viéramos pulir, bloque a bloque, el mármol de un palacio) que al principio puede sobrepasar (o por lo menos aturdir) al lector acostumbrado a una prosa más funcional, pero una vez adaptado al ritmo y a la exigencia de Banville encontrará muchísimas recompensas. La prosa de Banville pertenece por derecho propio a la familia de las de Bellow, Nabokov o Updike. Así que les animo a perseverar.
En cuanto a los viejos conocidos de Banville, pueden estar tranquilos, la edad no ha limado su compromiso con la expresión feliz y elaborada. Concurren en 'Singularidades' otros de los lugares comunes de Banville: el gusto por la ciencia, el escrutinio de inteligencias superiores con problemas de adaptación práctica o la mirada sardónica y desconfiada hacia los demás (el ángulo desde el que Banville prefiere observar y desarrollar sus narraciones).
'Banville añade aquí la casa de campo como escenario cerrado y casi teatral donde los personajes puedan interactuar preservados de interrupciones exteriores, una situación muy querida por la novela británica, y que por momentos recuerda a los juegos de inteligencia de Iris Murdoch.
'Pese a la morosidad de la acción y lo cuidado de cada frase no crean que se trata de un libro estático, ni siquiera introspectivo o desdeñoso del argumento. Mientras el lector paladea las exquisiteces verbales, el ingenio figurativo y las audacias verbales de Banville aquí pasan cosas y muchas. La situación de partida involucra a tres personajes: Freddie Montgomery, que acaba de salir de la prisión y decide visitar la casa de su infancia; y la pareja que vive allí, Helen, antigua actriz prematuramente aburrida de la vida, y su mediocre marido cuyo rasgo de personalidad más destacado es ser hijo del ilustre científico Adam Godley, cuya fúnebre sombra revolotea sobre el trío. El resto es un juego de espejos y persecuciones emocionales que merece la pena no desvelar.
'Señalar tan solo el gran acierto del libro: la voz narrativa que desde la primera página se anima a contarnos la historia, y que es nada menos que el demiurgo que creo la tierra (o por lo menos el planeta Banville). Pese a su desempeño como alfarero de mundos quizás sería excesivo llamarle dios, incluso en minúscula: tiene más de diablillo travieso que trabaja con un barro y otros materiales de dudosa calidad. Aunque cargado de imperfecciones sigue mirando con una curiosidad viva a sus criaturas: muy en especial a Freddie Montgomery. Una voz narrativa que comparte con el gremio de novelistas su irresponsable imaginación y que le permite a Banville dar rienda suelta a esa socarronería que desde hace ya tantos años se imprime en sus páginas como una marca de agua.
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