Estreno de 'Love, love, love'
Lo último de Julio Manrique en la Villarroel: De la utopía del amor a la realidad de la familia
Julio Manrique estrena en la Villarroel un texto que parece hecho a su medida, un combate generacional que enfrenta a los hippies con la generación de la crisis del 2008.
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
El del jueves pasado no fue un estreno cualquiera. El recién nombrado director del Teatre Lliure, Julio Manrique, presentó en La Villarroel su nuevo espectáculo, 'Love, Love, Love'. Mientras esperamos conocer su proyecto para el equipamiento público, su obra más reciente levantaba el telón en una sala privada, un montaje que por sus rasgos bien podría servir de carta de presentación de su forma de hacer teatro.
Remonta Manrique un texto importado, dramaturgia narrativa al uso de contrastada calidad, con conflictos particulares que viajan de lo personal a lo colectivo. El tipo de teatro que gusta a casi todo el público, con una dosis mínima de experimentación formal y el máximo detalle en el trabajo con los actores. En este sentido, 'Love, Love, Love' parece un guante hecho a medida.
Firmada por el dramaturgo británico Mike Barlett, la obra de 2010 plantea un combate generacional en tres tiempos, los 'boomers' contra sus hijos, esa amalgama entre generación X y 'millennials' que están viviendo peor que sus padres. En el primer acto conocemos a la pareja protagonista, dos hippies que en 1967 aspiran a cambiar el mundo a ritmo de 'All You Need Is Love' de los Beatles.
La utopía deja paso a la realidad y un salto nos coloca en 1990, con el thatcherismo campando a sus anchas. En la familia que han formado Kenneth y Sandra se respira una decadencia al más puro estilo Edward Albee, una especie de '¿Quién teme a Virginia Woolf?' con los hijos en el centro de una espiral de odio alcoholizado. Todo listo para la batalla final, rendición de cuentas en un 2011 sacudido por la crisis financiera que inspiró al autor a escribir la obra.
Espacio a dos bandas, un puñado de elementos seleccionados para dibujar la época, transiciones un poco largas y mucho acierto con el tono. Quizás por su otra faceta como actor, Manrique vuelve a demostrar que dirige intérpretes como nadie. David Selvas y Laia Marull saltan verosímiles de la universidad a la jubilación, huyendo siempre de la caricatura.
Marull se lleva el gato al agua con un papel fuera de sus registros habituales. En la socarronería de su construcción de la madre se esconde la clave de la obra, la mutación del idealismo en frustración, derrota moral transformada en crueldad. Herencia envenenada para los hijos: él, Marc Bosch, entre la indiferencia y la incapacidad, y Clara de Ramon, la hija, que a cada mirada describe con precisión la impotencia de una generación arrastrada a la precariedad. Retrato sin piedad, combate sin cuartel en el que solo disfrutan los espectadores.
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