Retrato de un hombre esponja

'El sulfato atómico', cuando Ibáñez fue Hitchcock y fue Hergè

Francisco Ibáñez: el funeral de un hombre sencillo

13 Rue del Percebe, un homenaje, por Olga Merino

Pasión del abuelo, inteligencia del nieto, por Juan Cruz

Francisco Ibáñez

Francisco Ibáñez / Toni Albir

A. DE SAN JUAN

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Solo 33 años tenía Francisco Ibáñez cuando holló su primer ochomil profesional, ‘El sulfato atómico’, su primer álbum, en opinión de muchos, su Everest, 46 páginas de aventuras tras lo que a todas luces fue para muchos entonces, cuando se publicó, en 1969, un trasunto de lo que en España, una dictadura, se suponía que había tras el Telón de Acero, otra dictadura. Visto con perspetiva, ese era el primer chiste de aquel álbum. Murió Franco en 1975. Cayó el Muro de Berlín en 1989. En definitiva, cambió el mundo y ‘El sulfato atómico’, sin embargo, jamás envejeció. Ni siquiera ahora, más de medio siglo después de su llegada a las librerías, porque sigue siendo narrativamente impecable, ágil y desternillante. Murió Ibáñez el pasado 15 de julio y, en cierto modo, se puede trazar una semblanza de aquel genio del cómic exclusivamente a partir de aquel álbum, porque es eterno.

Ibáñez (eso es lo que hay que leer entre líneas en aquella historieta en la que Mortadelo y Filemón viajaban a Tirania) era un esponja, como sus propios lectores de entonces, sometidos por razones políticas a una dieta cultural de muy pocos excesos, de manera que todo lo bueno que llegaba de más allá de las fronteras quedaba como tatuado en las neuronas de los recuerdos y los lugares comunes. Tres años antes de que Ibáñez dibujara la última viñeta de ‘El sulfato atómico’ (evidentemente con los protagonistas a la carrera) se estrenó en los cines, con algunas censuras, ‘Cortina rasgada’, de Alfred Hitchcock, con Paul Newman y Jullie Andrews en el papel de inexpertos espías en busca de una fórmula secreta crucial para la carrera armamentista en la impermeable e impacable República Democrática de Alemania. Las similitudes con la Tirania de Ibáñez eran demasiadas como para que fueran casualidades. “Espías americanos”, gritaba fuera de sí Tamara Tumánova en la película del maestro del suspense, y casi idéntico grito acusatorio formulan los tiranos cuando Mortadelo y Filemón son puestos en busca y captura por el dictador Bruteztrausen.

Mortadelo y Filemón, buscados por 'spionen'.

F. Ibáñez

De hasta qué punto Ibáñez y Hitchcock, pese a su diferencia de edad, eran tipos contemporáneos, mucho más se podría escribir. He ahí, por ejemplo, la imagen que ambos reservan a las mujeres en sus aventuras, pero el padre de Mortadelo y Filemón era dibujante, por lo que sus referentes principales al enfrentarse a la hoja en blanco eran otros, sin duda el cómic francobelga, toda una institución en su época. La Tirania de Ibáñez era a su manera la Borduria de Hergé, país imaginario, muy transtelonero también, que Tintín visitó en 1956 en la que, de nuevo en opinión de muchos, es su mejor álbum, ‘El asunto Tornasol’.

Viaje de una dictadura, España, a otra dictadura, Tirania, en 1969.

F. Ibáñez

Viaja el periodista del tupé a una ficcionada RDA en busca, como Newman, de un arma terrible inventada por el profesor Tornasol, que ha sido secuestrado por los bordurios. La segunda mitad del siglo XX fue así, un constante desafío entre los dos espaldas plateadas del orden mundial, EEUU y la Unión Soviética, un pulso que inevitablemente alimentó al cine y la literatura, incluso la infantil, porque Ibáñez, aunque lo consumían todas las edades, dibujaba para niños. Mortadelo y Filemón iban a Tirania también a por un arma, un espray que convertía a los insectos en monstruos gigantes, y he ahí, incuestionablemente, otra influencia que absorbió sin duda esa esponja llamada Ibáñez. A punto de cumplir la veintena estaba este creador de cientos de miles de viñetas cuando se estrenó en la gran pantalla ‘¡Tarántula!’, obra de culto de la serie b del séptimo arte, que en el título, porque viene con signos de admiración, ya revela su trama, una araña gigante que atemoriza a los humanos.

La portada original, un ejemplar que cotiza al alza entre coleccionistas.

F. Ibáñez

Al título de su aventura le añadió Ibáñez lo de atómico porque eso era entonces lo más natural del mundo. Era la era, la de lo atómico, con los ecos aún de las pruebas nucleares de Francia en el atolón de Bikini y las de EEUU y la Unión Soviética en sus respectivos campos de ensayo.

El caso es que ‘El sulfato atómico’ es una obra maestra con evidentes inspiraciones y, como resulta bastante indiscutible, incluso dibujada tal y como entonces se hacían los exámenes en clase, copiando del compañero de la mesa de al lado. Los parecidos entre este álbum y la decimoctava aventura de Spirou y Fantasio, ‘QRN en Bretzelburg’, no admiten discusión. Y, sin embargo, incluso así no deja de ser un libro mayúsculo, porque en 1969, aunque solo tenía 33 años, Ibáñez estaba en la cima de su creatividad.

Mortadelo, disfrazado para cruzar la impermeable frontera de Tirania.

F. Ibáñez

Le llevó un tiempo, es verdad, pulir a sus dos personajes. Ensayó antes con otros nombres. Ocarino y Pernales, agentes especiales. Mr. Cloro y Mr. Yesca, agencia detectivesca. Terminaron por nacer como Mortadelo y Filemón en el número 1.394 de la revista ‘Pulgarcito’, pero en ese primer fogonazo eran simples parodias de Sherlock Holmes y John Watson, historietas de una página o poco más, demasiado cortas para dar cabida a la fértil creatividad de su autor. No fue hasta ‘El sulfato atómico’ que como agentes de una organización de espionaje, la T.I.A., adquirieron la personalidad que les hizo célebres hasta la eternidad. Hasta podría calificarse de osado que alcanzaran ese cénit en 1969, porque la dictadura franquista ya no sujetaba las riendas con la fuerza de antaño, pero de vez en cuando empleaba el látigo.

Tres viñetas paradigmáticas del humor de Ibáñez.

F. Ibáñez

Los dos patosos agentes (aunque a la hora de recuperar el sulfato del profesor Bacterio hay que admitir que están realmente brillantes) podían haber sido tomados como una rechifla más allá de lo aceptable por las autoridades censoras, pero, como fuera, Ibáñez fue, si se permite la comparación, un poco Shakespeare, que muy sabio él nunca situó la trama de sus obras en su propio tiempo y lugar, pero en realidad siempre hablaba precisamente, aunque fuera de forma oblicua, sobre su tiempo y su lugar. Nadie censuró la parodia que Ibáñez hizo de lo que era una dictadura, porque el franquismo fue, hasta su minuto final, una cierta Tirania.

Mortadelo y Filemón llegan a la capital de Tirania.

F. Ibáñez

Tampoco a nadie le pareció inoportuno (menos mal) que esa suerte de servicios secretos patrios fueran retratados como un chiste sin pausa. En ese aspecto podría considerarse que Ibáñez fue no una esponja, sino un visionario. Dicen que cuando Picasso terminó por fin el retrato que le encargó Gertrude Stein, el pintor se lo mostró primero al hermano de esta. No solo no le gustó, sino que dijo que no se parecía a ella. “No se preocupe, terminará por parecerse”, respondió Picasso. A lo mejor es solo una leyenda, porque con Picasso nunca se sabe, pero sería estupendo que fuera cierta. Igual que lo sería que la T.I.A. fue algo profético de qué tipo de aventuras se verían abocados a correr los servicios secretos españoles cuando Luis Roldán logró huir de España antes sus propias narices. A ese episodio de la historia de España le dedicó Ibáñen un álbum en 1994, ‘Corrupción a mogollón’, con Mortadelo y Filemón encargados de la busca y captura del director general de la Guardia Viril, un tal Rulfián. Si aquello fue otro ochomil de sus historietas lo deberían decir sus fans, pero de que Ibáñez fue un alpinista del cómic no hay dudas. Abrió nuevas vías. Por eso muchos le consideran un maestro.