La caja de resonancia
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El mito del creador aislado y autosuficiente ha entrado en crisis con la entrada en escena de las escuelas superiores de música y el auge del sentimiento de comunidad, factores que fomentan el conocimiento mutuo entre los creadores y que propician una sigilosa revolución en la escena catalana
Jordi Bianciotto
Periodista
Jordi Bianciotto
Entro en Luz de Gas para ir a ver actuar a un grupo de jóvenes entusiastas llamado Self Destruction, que toca (muy bien) una suerte de jazz-funk librepensante y cuyo teclista, Eloi Compte, es hijo de unos amigos, y topo con Lluís Cabrera, el histórico factótum del Taller de Músics. Lo veo en ese estado tan natural en él, mezcla de excitación y enojo simpático. “¡Estos chicos son mejores que la banda de Springsteen, hay que hacerles caso!”, refunfuña, y añade un elogio de las nuevas generaciones de músicos, que se apoyan mutuamente y “van a los conciertos de los otros músicos”.
Que los músicos vayan a los conciertos de sus colegas puede parecer una perogrullada, pero no es algo que hayamos podido dar siempre por sentado. Venimos del autodidactismo y de cierto aislamiento del creador, un rol alimentado por el mito del artista autosuficiente, que fabula a partir de su insondable universo interior y pierde el mundo de vista. Pero eso ha cambiado con las escuelas superiores de música, de las que Barcelona va muy bien surtida: tenemos el Taller, el Liceu, Jam Session, SAE, la pública Esmuc. Aulas en las que se respira el conocimiento del otro y la percepción de ir todos en un mismo barco. Es así como quizá te das cuenta de que tus ideas geniales a lo mejor no lo son tanto.
Unos días después, entrevisto a Judit Neddermann, que no hace tanto era alumna del Taller, y me cuenta que, en efecto, observa cómo en los últimos años ha prosperado cierta noción de red de compañeros que se siguen unos a otros, y que conecta con el actual auge de las colaboraciones. Músicos que tocan en los discos de los compañeros y luego, en los conciertos, arrastrando a amigos y seguidores. Hay un “sentimiento de piña” que se hace fuerte ante la sensación (muy cabal) de que allá fuera hace frío y que conviene darse apoyo mutuo. Puede pasar que los músicos acaben pareciéndose unos a otros, aunque también lo contrario, que la conciencia de ese riesgo les empuje a diferenciarse y a buscar su propia voz.
Los efectos son palpables y llamativos. Ya no es solo una Rosalía, una Sílvia Pérez Cruz o un Marco Mezquida: nuevas olas de talentos surgidas de esas escuelas y de esos climas creativamente promiscuos están revolucionando sigilosamente la escena catalana.
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