Literatura catalana

Lea un adelanto de 'París érem nosaltres', Premi Ramon Llull, de Andreu Claret

El próximo 1 de marzo llega a las librerías el Premi Ramon Llull, 'París érem nosaltres', de Andreu Claret, del que EL PERIÓDICO ofrece un extracto del primer capítulo, 'Un billar cerca de París'

Entrevista con Andreu Claret

BARCELONA 23/02/2023 ICULT Entrevista al escritor Andreu Claret que publica novela sobre su padre ‘ Paris érem nosaltres’ con la que ganó el premi Ramon Llull FOTO ELISENDA PONS

BARCELONA 23/02/2023 ICULT Entrevista al escritor Andreu Claret que publica novela sobre su padre ‘ Paris érem nosaltres’ con la que ganó el premi Ramon Llull FOTO ELISENDA PONS / ELISENDA PONS

Andreu Claret

Andreu Claret

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Los bosques que veía desde el tren eran más opacos que los de Castelltallat, la tierra recién arada era más gruesa que la de Súria y los pueblos parecían pequeñas ciudades con las estaciones pintadas, como le habría gustado ver la de Rajadell. Las casas eran de ladrillo y no de piedras mal amontonadas, como las del Pueblo Viejo. Las vacas eran más barrigudas, los corderos más lanudos, y unas yeguas preñadas pastaban en un campo ondulado donde brotaban todos los colores del verde a pesar de que era pleno invierno.

Desde la ventanilla del tren, mi padre descubría otro país. Distinto de las tierras de secano en las que había nacido. Empezaba una vida de exiliado.

La idea de llegar a París le fascinaba. También le inquietaba. Joan, el cura, le había hecho leer algún artículo de Pla que hablaba de la ciudad y temía descubrir un mundo de artistas y literatos donde lo pasaría mal para poder encontrar su sitio. Se imaginaba un París de día lleno de tertulias pedantes, y otro de noche, habitado por seres fantásticos como los que poblaban La Criolla. Le tranquilizaba que su destino fuera un pueblecito de la periferia sin pretensiones, donde le esperaba una familia que ayudaba a refugiados de la guerra civil. Allí sería bienvenido.

Al llegar a la estación de Lyon pensó que era como la de Francia, pero más solemne. Al salir, le sorprendió ver en París tantos coches como el suyo, aquel Citroën con el que había recorrido el Bages con el objetivo de ganarse al campesinado para la causa de la República. Las calles estaban repletas de ellos.

En las paredes aún había algunos carteles sobre la guerra de España que el paso del tiempo había descolorido. En uno de ellos, o en lo que quedaba de él, dos alegorías femeninas de la República se daban la mano. Allí pudo leer «fascisme», una palabra que debía de ser igual en todas las lenguas, y «pain», «sucre» y «lait», términos que había aprendido con el director de la mina con quien jugaba al billar y que siempre le ofrecía un segundo desayuno al verle tan esmirriado.

Todo era más monumental, más transitado, y tuvo la sensación de que los peatones dominaban su destino. No eran fantasmas vivientes como los que caminaban por las calles de Barcelona, agarrados a las paredes y mirando al cielo, pendientes de la aviación italiana.

Le quedaban poquísimos francos, los justos para tomar un tren hasta Saint-Maur-des-Fossés, el pueblecito donde le estaban esperando. Disponía de una dirección que le había facilitado una enfermera del hospital de Montjuïc de la que quizá se habría enamorado de no ser porque ella era la que lo decidía todo. Los instantes que podían robar a la guerra y el momento de no enzarzarse en relaciones inconvenientes. Era una artista francesa comunista que había ido a ayudar a la República y que murió en uno de los últimos bombardeos de Gerona. Ella le había hablado de un París hecho de fiestas populares y artistas comprometidos. El de los barrios más alejados y el de Montmartre, donde vivía. Habían quedado en que se verían al acabar la guerra, pero no pudo ser.

El día era frío pero radiante, y antes de tomar un tren hacia Saint-Maur tenía que pasar por el consulado de España, que vivía sus últimas semanas en manos de la República. No era fácil hacerse entender, pero todo el mundo sabía dónde estaba la casa de los españoles, tanta era la gente que hacía cola. Un hombre le explicó cómo llegar y se despidió de él con el puño levantado, exclamando: «¡No pasarán!». Él le correspondió con el puño, pero no con una consigna que había enterrado. Dio un largo paseo hasta el Sena por calles y avenidas que le procuraron una serenidad infinita. Si no fuera porque en la estación había visto algún ejemplo de la Francia más proletaria, habría pensado que París era una ciudad de burgueses.

Cuando llegó al río, recordó aquella noche que había cruzado el Ebro por última vez, tumbado dentro de una barcaza medio llena de agua. Caminó por un puente majestuoso desde el que vislumbró las dos torres de una catedral imponente y, más allá, la aguja de la Torre Eiffel. Anhelaba quedarse en París y subir a Montmartre, pero tenía que ir al grano, porque el laissez-passer que le habían dado en Perpiñán solo era válido para un par de días.

En el consulado le recibieron con la misma pregunta que le habían hecho en Perpiñán, destinada a quienes habían estado vinculados al ejército republicano, antes de confirmar su decisión de exiliarse.

—¿Quiere usted ir a Valencia?

—No —fue su respuesta, seca.

La guerra, para él, había terminado. La consideraba definitivamente perdida y creía haber cumplido con su deber.