Crítica de teatro
'Terra baixa (Reconstrucció d'un crim)': Manelic anarquista
El clásico de Guimerà se transforma en un relato detectivesco en la versión de Pablo Ley que dirige Carme Portaceli como uno de los platos fuertes del TNC de este año
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
En la temporada 2009-2010, la directora Carme Portaceli y el dramaturgo Pablo Ley desplazaron el clásico 'L'auca del senyor Esteve' desde principios de siglo XX hasta la época franquista, denunciando así la complicidad entre el espíritu 'botiguer' catalán y la estrecha moral de la Dictadura. De Rusiñol a Guimerà, ahora reelaboran la más famosa de las obras nostradas, 'Terra baixa', que bajo el epígrafe 'Reconstrucció d'un crim' se ha convertido en una obra de intriga detectivesca con el trasfondo de las luchas sociales del último XIX.
La obra comienza por el final: “he mort el llop”, grita Manelic tras asesinar al amo Sebastià. Al poco tiempo irrumpen los personajes de la trama añadida para investigar el crimen. Por un lado, el comisario Vinagret, calco del jefe de policía Antoni Tresols, terror de los anarquistas, dibujado como un torturador. Por otra parte, una periodista inspirada en la primera corresponsal de guerra, Carmen Burgos, que actúa de contrapeso progresista. Juntos reconstruirán el caso a partir de flashbacks articulados como interrogatorios de los diferentes protagonistas.
Aunque la parte nueva espantará a los puristas, es cierto que se interpreta al mismo tiempo la obra de Guimerà completa. La trama agregada funciona de entrada, porque actualiza el clásico como un atrevido 'noir' capaz de conectar con todo tipo de públicos. Es original –y se agradece por inusitado– montar 'Terra baixa' en paralelo a la inestabilidad social que acompañó a su estreno en 1896, año del atentado del Corpus en aquella Barcelona que era la “ciudad de las bombas”. Los añadidos de Ley se anclan en una buena documentación y sudan hasta destilar un lenguaje apropiado para no desentonar entre la prosa guimeraniana. No obstante, el juego va muy lejos en osadía cuando se estira el argumento adicional hasta el límite de lo plausible, con un injerto de final dulcificado y la imposición de unos subrayados ideológicos que no dejan respirar el texto.
Todo pasa entre un fulgente juego de luces móviles que se reflejan en el oscuro suelo por donde caminan los personajes, un diseño operístico de Paco Azorín que consigue domar los complicados volúmenes de la Sala Gran. Por su lado, Portaceli firma como directora su mejor montaje en años, abundante en recursos y preciso en el ritmo a pesar de que supera las dos horas. El perturbador Sebastià de Eduard Farelo nos recuerda que pocos actores hacen de malo como él. Y entre el reparto coral destacan Pepo Blasco, Manel Sans y Roser Pujol, tres intérpretes menos presentes en la cartelera de lo que merecen.
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