Crítica de música
The Black Crowes, cuando el rock todavía podía conquistar el mundo
El grupo de los hermanos Robinson revivió con entrega y detallismo su recordado primer álbum, ‘Shake your money maker’, faro de la regeneración del rock clásico, con motivo de su 30º aniversario
Jordi Bianciotto
Periodista
Jordi Bianciotto
A principios de los 90 arreciaban las innovaciones y las fusiones aventuradas en el rock, pero al mismo tiempo un álbum de debut descaradamente clásico como ‘Shake your money maker’, de The Black Crowes, atrajo miradas y se avanzó a la futura corriente ‘roots’ con su digestión electrizante de resonancias soul-blues y los vestigios de la escuela ‘southern’. Un disco al que se han acercado nuevas generaciones de público y que sus protagonistas pueden defender con la cabeza bien alta, en su 30º aniversario, como pudimos observar este domingo en el Sant Jordi Club.
Es cierto que de aquellos The Black Crowes, a quienes no veíamos por aquí desde 1999, ya solo quedan sus dos líderes, los hermanos Chris (voz) y Rich Robinson (guitarra), y que la banda apenas está activa en términos creativos (última referencia con material nuevo, 2009). Pero, aunque es posible que el reclamo financiero haya sido el agente motivador de esta gira, no se puede decir que la resuelvan de un modo mecánico o decadente. En el Sant Jordi Club hubo fibra y resolución, un Chris volcado en cuerpo y alma, y un Rich sibarita con su parada de guitarras, ambos sacando petróleo de las diez canciones del álbum, una a uno, arropados por un sólido cuarteto (sigue ahí el bajista Sven Pipien, reclutado a finales de los 90) y dos coristas de alto voltaje.
Con fuerza interior
El material revivió con todo su ímpetu y voluptuosidad: la tonada de ‘Jealous again’, el ‘baladismo’ con alma de ‘Sister luck’ y ‘Seeing thing’, el asalto arrollador a ‘Hard to handle’, de Otis Redding… ‘Riffs’ rocanroleros en ‘Thick’n’thin’, el recogimiento acústico de ‘She talks to angels’, con ambos hermanos en vibrante diálogo, y la fuerza interior de ‘Struttin’ blues’. Más allá del ejercicio de estilo, reviviendo acaso las motivaciones originales que en su día alumbraron esas canciones, ahora replicadas con una sonoridad compacta, abierta a la digitación ‘slide’ y asentada en el Hammond. Lo que nos tendrán que explicar es el papel de ese ‘bartender’ situado al fondo, tras una barra, manejando una coctelera de la que no llegó a salir brebaje alguno.
Consumado el temario del álbum, la banda estiró la sesión con otras cinco canciones, combinando la tensión atmosférica (el ‘groove’ de ‘Thorne in my pride’) con el pelotazo soul-rock (‘Remedy’). Y de ahí, a un único bis, en clave de ‘cover’ (del epé de versiones ‘1972’, lanzado el pasado mayo), con un ‘Moonage daydream’, de David Bowie, subido de grados. Destellos nítidos de una era en la que el rock podía conquistar el mundo.
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