Arqueología de celuloide

Halladas dos cajas perdidas de exquisitas fotos de Català-Roca

La Agrupació Fotogràfica de Catalunya se sumerge en su oceánico y centenario archivo y comienza a descubrir tesoros perdidos

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A1-156506917.jpg / ELISENDA PONS

Carles Cols

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A menos de un año está la Agrupació Fotogràfica de Catalunya (AFC) de cumplir 100 años (fue alumbrada en 1923) y durante todo este tiempo ha acumulado en armarios y a veces en habitaciones completas lo que corresponde en su caso, un sinfín de negativos y positivos fotográficos, como limos en el delta de un río. La vocalía de Patrimonio de la AFC, que hace tres años se arremangó para ordenar todos esas capas de sedimentos, calcula (a veces teme) que son unas 200.000 las piezas a clasificar, que se dice pronto. No es en realidad un trabajo ingrato, y menos aún cuando, como sucedió meses atrás, aparecieron en un armario dos cajas etiquetadas con un nombre: Català-Roca.

Francesc Català-Roca, la versión peninsular de Henri Cartier-Bresson, se dice a menudo, es para la Agrupació Fotogràfica de Catalunya mucho más, un Moisés tras descender del Sinaí. Ingresó en ese club de aficionados a la fotografía con 20 años, en 1942, y aún no había terminado esa década y ya le reverenciaban allí como un maestro, porque lo era. Cuando se abre la puerta de la sede de esa asociación, lo primero que saluda al visitante es una fotografía en gran formato de la Semana Santa en Sevilla de la que no apetece apartar la mirada.

Un aficionado a la fotografía, ante la imagen retratada y revelada por Català-Roca de la Rambla de Barcelona

Un aficionado a la fotografía, ante la imagen retratada y revelada por Català-Roca de la Rambla de Barcelona / ELISENDA PONS

Tras dejar atrás el vestíbulo, en una pared a la izquierda, sigue los pasos del visitante un retrato de Dalí, también obra de Catala-Roca.  Y ahora, estos días, a modo de exposición, se muestran las 12 fotografías que contenían esas dos cajas, 12 auténticas fotos ‘vintage’ tomadas en 1950 y 1951 y que muestran quién era ya entonces Català-Roca y, sobre todo, en quién se iba a convertir. Son la fotos que solo es capaz de tomar un domador de la luz. Las tomó con una cámara Linhof de placas de 9x12 centímetros y, sobre todo, las reveló con maestría. Los años que trabajó en el laboratorio del su padre, Pere Català Pic, otro genio de la fotografía, fueron una gran escuela, tal vez la mejor posible. A Català-Roca le cogió la Guerra Civil siendo un adolescente y él trabajaba en la retaguardia de cuarto oscuro. Él fue quien metió en las tres cubetas de revelado, recuerda su hijo Andreu, la icónica y controvertida fotografía de la muerte de un miliciano que tomó, no queda muy claro cómo, aunque no como él lo contó en su día, Robert Capa.

Esas 12 copias son las obras que Català-Roca presentó en 1950 y 1951 a los premios Ciutat de Barcelona de Fotografía, que se instauraron precisamente entonces y que en los años siguientes fueron muy populares. Dicho con todos los respetos, era un abusón. En 1950 se presentó a ocho concursos y los ganó todos.

Lo que muestran esas 12 fotografías son, formalmente, paisajes de la ciudad. La Sagrada Família, antes de su ‘disneylización’, con solo cuatro torres en pie entonces, la Estatua de Colón desde perspectivas insólitas, la Catedral, que hasta luce más hermosa de lo que realmente es, el puerto de Barcelona, la Rambla, cómo no, y, sobre todo, una escena de calle de la Via Laietana que quita el hipo por cómo la luz del Sol parece hacer todo aquello que Català-Roca le pide que haga. Son paisajes, pero son mucho más.

No hay que ignorar el método para comprender el alcance de lo logrado. La Linhof que empleó era una de las cámaras que Català-Roca se llevó consigo cuando se independizó profesionalmente de su padre. Tecnología alemana, o sea, fiabilidad, pero no en manos de cualquiera. Aquellas Linhof eran una suerte de cámaras contorsionistas porque el fuelle que separaba la óptica de la placa podía contonearse como un acordeón. Se tomaba una foto de la escena elegida. Un par en algunas ocasiones. No más. España era una autarquía. No llegaban fácilmente materiales y, mucho menos, influencias. Hasta 1956 no pudo viajar Català-Roca a París y conocer a la escena internacional de esta disciplina artística. De él se dice que era un neorrealista y, lo dicho, un Cartier-Bresson, pero en verdad, sostiene su hijo, “era un vanguardista tardío”, bebió de las fuentes que conoció de niño y adolescente cuando España era otra, porque de las de la posguerra eran otras. Al final de la contienda, los Català formaban parte de la mitad del país que perdió l guerra. Su padre, que no se olvide, fue el autor de un icono, Aixafem e feixisme’, ese pie calzado con una ‘espardenya’ que pisa sobre una calle adoquinada una esvástica que, por cierto, amasó con barro el propio Francesc. Terminada la guerra, de participar en esos montajes propagandísticos pasó a realizar fotografías funerarias, de muertos antes de cerrar la caja. Ya ven.

'Aixafem el feixisme', cartel de propaganda.

PERE CATALÀ PIC / MNAC

El resumen, por recapitular, es simple. Hay en la calle del Duc, en Ciutat Vella, decenas, tal vez cientos, de tesoros por desenterrar. Explica el presidente de la AFC, Pere Puigdollers, que “estas 12 fotos son una ‘delicatessen’”, un aperitivo de mucho más que ya se ha comenzado a asomar y que dará mucho de qué hablar en el año del centenario, 2023. Eso prometen.

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