Crítica teatral
'Ein Volksfeind (Un enemic del poble)': la política son los otros
El director alemán Thomas Ostermeier vuelve a Barcelona con su giradísima versión del clásico más político de Ibsen
Manuel Pérez i Muñoz
Periodista.
Resaca pandémica: en las fábricas faltan chips y en los teatros se opta por el sostenible acto de la reposición. Así, como pirueta del mercado escénico, nos llega ahora al Teatre Lliure de Barcelona la muy girada adaptación de 'Un enemigo del pueblo' que estrenó en Aviñón hace una década Thomas Ostermeier, director de la Schaubühne berlinesa que tanta influencia ha irradiado en la generación de Rigola, Manrique y compañía. Mercancía todavía fresca, porque si 10 años atrás nos picaba aún en la cartera la crisis del 2008, ahora volvemos a estar colapsados por la inflación y otros desastres. Apropiada versión de Florian Borchmeyer que arrastra hasta el presente la denuncia decimonónica de Ibsen, la enmienda a la totalidad del sistema.
Democracia y capitalismo, agua y aceite. Una combinación reactiva de ingredientes ha contaminado las aguas de un pueblo que vive y prospera gracias a su balneario. La revelación del doctor Stockmann, evidencia científica en mano, le costará cara. La verdad se tambalea frente a las fuerzas vivas de la economía y la política, con un periodismo que malvive amordazado. El texto de Ibsen serpentea discursivo y cerebral, y de Ostermeier se espera esa visceralidad gamberra que esta vez no se acaba de materializar más allá de algún tropiezo de 'slapstick' inofensivo. Naturalismo interpretativo nada casual, con unos personajes dibujados como 'hipsters' berlineses, despreocupados en su bienestar, cantando en inglés a la revolución pop que Bowie propone en 'Changes'. El tedio burgués se esparce por una primera parte que discurre sin sorpresas.
Momento crucial
Llega entonces la asamblea, el momento crucial de la obra en el que Stockmann se dirige a la comunidad para defender su tesis. Luz de sala, habla al público. Salta el texto original y el discurso se rellena con el ensayo francés 'La insurrección que viene' (2007), anónimo que vaticina el inminente colapso de la cultura capitalista. El eslogan de una marca de zapatillas -"I Am What I Am"- actúa como séptimo sello del apocalipsis. Salta entonces uno de los antagonistas a preguntar a la platea si estamos de acuerdo con lo dicho: manos arriba y debate abierto. Circulan los micrófonos entre algunos entregados espectadores que intervienen con más o menos acierto y adecuación. Pese al engorro de la traducción simultánea y algún tema metido con calzador, el 'happening' irrumpe para elevar la pieza hasta su estatus de montaje de referencia de las últimas décadas.
Con la cuarta pared dinamitada y el escenario lleno de pintura, cuesta volver a Ibsen, al quinto acto que es más de lo mismo. La concentración de personajes afecta especialmente a los femeninos, fusionando esposa e hija y desdibujando su idealismo hasta la pasividad. Tampoco hay esperanza para un nuevo final que siembra la duda en la arquetípica honestidad del protagonista. Parece ser que todo está perdido ya.
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