Festival de Cannes

Wes Anderson se acerca al centro de sí mismo en ‘La crónica francesa’

El cineasta rinde homenaje al oficio periodístico en la que probablemente sea la película más amanerada y recargada de su carrera, que lleva al límite su reconocido estilo formal

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wes / Reuters / Eric Gaillard

Cannes

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En la actualidad Wes Anderson es reconocido por la oficialidad y el ‘mainstream’ como uno de los grandes directores del cine americano pero, hasta hace no mucho, sus películas eran adoradas por una minoría de fans acérrimos e incomprendidas o ignoradas por el resto. En algún momento no exactamente identificable, de repente, algo cambió. ¿Qué fue? Desde luego, él no. Todo lo contrario, de hecho: con el paso de los años, su cine ha ido penetrando cada vez más en su propio universo, que no se parece al universo de nadie más y en cuyo interior todo -las demarcaciones precisas de espacio y color, las composiciones meticulosísimas, los personajes hieráticos que declaman diálogos estilizados, los objetos del pasado reconvertidos en reliquias pop- funciona con precisión propia de relojero suizo. Y, si se tiene en cuenta ese proceso, resulta del todo lógico que la película que ha presentado este lunes en Cannes a concurso -estaba previsto que la presentara aquí mismo el año pasado, pero la pandemia se encargó de impedirlo- es la más amanerada y recargada de su carrera.

Parte de esa exuberancia se debe al concepto sobre el que ‘La crónica francesa’ se sostiene. Su eje argumental es ‘The French Dispatch’, una revista estadounidense imaginaria -es fácil sacarle parecidos con ‘The New Yorker’- editada en la Francia de provincias de entre los años 50 y los 70, y cada uno de los diferentes capítulos en los que se divide la película versa sobre uno de los artículos incluidos en el último número de la publicación. Entre ellos hay una guía de viajes sobre París elaborada por un fotógrafo deprimido y a la que no le falta ningún estereotipo -los beres, los tejados llenos de gatos, los cafés llenos de gente que fuma y bebe pastis-; el perfil de un psicópata que se convierte en el pintor más influyente del mundo sin salir de la prisión; la crónica de unas protestas estudiantiles contada en primera persona por una reportera veterana que mete en su cama a un joven activista de peinado imposible; y el increíble relato de cómo un chef asiático usó su simpar talento culinario para ayudar al comisario para el que trabajaba, cuyo hijo había sido secuestrado. A grandes rasgos, pues, ‘La crónica francesa’ se estructura como una sucesión de relatos cortos que, juntos, tratan de funcionar como un homenaje de Anderson al oficio periodístico. El amor que el cineasta a buen seguro siente por la profesión no le ha impedido, eso sí, negarse a conceder la rueda de prensa que el certamen acompaña la presentación de cada película a concurso.

Nunca en dosis tan altas

Lo descrito en el párrafo anterior, en todo caso, ni se aproxima vagamente a ofrecer una descripción fidedigna del tipo de experiencia cinematográfica que ‘La crónica francesa’ proporciona. Incluye historias que están dentro de otras historias que a su vez surgen de otras, digresiones y acotaciones, cambios de aspecto de pantalla y saltos constantes entre el color y el blanco y negro, diálogos literarios y floridos, secuencias de animación, pantallas partidas y varias virguerías visuales más, historias de amor y varias secuencias de acción, y tantos personajes que ha hecho falta usar a cerca de la mitad de los actores en activo para darles vida. Mucho del cine previo de Anderson tienen casi todo eso, sí, pero no en dosis tan altas. Y, como nunca hay espacio para todo, en su preocupación por su propio estilo la película sacrifica la melancólica emotividad de predecesoras como Moonrise Kingdom’ (2012) y ‘El Gran Hotel Budapest’ (2014), obras que resulta imposible ver en su totalidad sin sentir un nudo en la garganta.

Como consecuencia, ‘La crónica francesa’ hará que que los detractores de Anderson lo sean de forma más visceral y que, al verla, sus ardientes seguidores -el arriba firmante se cuenta entre ellos- se sientan tan deslumbrados y fascinados como de costumbre, pero, posiblemente, algo exhaustos; y también convencidos de que sería necesario verla alrededor de 15 veces para cazar todas sus referencias y sus detalles cómicos. Buena parte de ellos, en cualquier caso, a buen seguro estarán dispuestos a hacer el esfuerzo.

Una Rusia enferma

Tampoco el ruso Kirill Serebrennikov, director de 'Petrov’s flu' -la otra película aspirante a la Palma de Oro presentada ayer-, comparecerá este martes de forma presencial en la protocolaria cita con la prensa desplazada a Cannes (lo hará por Zoom); en su caso, eso sí, los motivos son muy distintos. Como ya le sucedió cuando presentó Leto (2018) en este mismo festival, el director tiene prohibido salir de su país. Hace dos años se encontraba en situación de arresto domiciliario, y en la actualidad está acabando de cumplir una pena de cárcel suspendida que le impide viajar al extranjero. Inicialmente se le declaró culpable de un delito de fraude, aunque se da por hecho que la causa de su privación de libertad son la naturaleza política de su obra y las opiniones que en el pasado ha vertido sobre Vladimir Putin. Todo eso, en todo caso, ayuda a explicar el sombrío retrato de la vida en Rusia que la nueva película ofrece. 

Ambientada en una ciudad del país azotada por una epidemia de gripe, narra el alucinatorio periplo de un hombre que, debilitado por la fiebre -y en parte también por la ingesta de alcohol- emprende un viaje entre la realidad, el sueño, la memoria y el delirio. Condicionada por esa premisa, la película avanza de forma anárquica y sin dejarse gobernar por las leyes del espacio, el tiempo o la lógica narrativa para reflejar el funcionamiento de la mente del protagonista, frecuentemente incluso transitando entre diferentes lugares y diferentes épocas en el transcurso de un mismo plano secuencia. Y, llegado el momento, los personajes cambian y 'Petrov’s flu' se convierte en una película completamente distinta.

La que Serebrennikov describe en el transcurso de esta obra increíblemente ambiciosa, a ratos hilarante, con frecuencia errática y en conjunto agotadora -su metraje se prolonga hasta los 150 minutos- es una sociedad enferma pero no exactamente de gripe, aplastada por las ruinas del imperio que un día fue y sumida en un estado permanente de enajenación. Aún es pronto para decir cómo reaccionarán las autoridades rusas ante ella pero, por si acaso, el director quizá debería esperar un poco antes de planificar sus próximas vacaciones. 

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