Crítica

Gala de los Oscar 2021: una película sin pulso narrativo ni demasiados giros

De una emisión coproducida por el cineasta Steven Soderbergh cabía esperar más juegos estructurales y conceptuales

Glenn Close.

Glenn Close. / EFE

Juan Manuel Freire

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En entrevista con 'The Atlantic' a principios de 2019, cuando la pandemia ni se imaginaba, el cineasta Steven Soderbergh explicaba que los Oscar deberían tener dos ceremonias: la oficial y una más relajada en la que cada nominado podría llevar un +1 y explayarse lo que quisiera en sus discursos. "No es televisada", explicaba. "Es un evento privado para los nominados y sus seres queridos. Hazlo divertido y 'cool'. Porque eso es lo que nadie reconoce: ir al evento grande no es divertido".

Soderbergh ha acabado coproduciendo ese 'show': una especie de 'after-party', televisada pero relajada, en la que ninguna orquesta cortaba el discurso a los premiados, entre otras cosas porque tampoco había orquesta. Solo un 'dj' de lujo, Questlove, líder del grupo de hip hop orgánico The Roots, pinchando un puñado de piezas creadas para la ocasión y algunos clásicos ajenos de Public Enemy o Stevie Wonder. 

La 'coolness' era innegable, pero la diversión brilló bastante por su ausencia, al menos entre quienes solo estábamos invitados virtualmente. Cuestión, en parte, de las expectativas creadas entre la cinefilia desde que se anunciara que Soderbergh sería uno de los productores. Esto podía ser no solo diferente, sino gozosamente lúdico y no poco experimental. Podía llegar a ser como una película del director de 'Ocean's Eleven': él mismo insistía hace poco en hablar de una 'gala-como-película', en destacar el supuesto papel narrativo de las mascarillas y en la voluntad de usar las historias de las nominados para hilvanar un gran relato sobre por qué el cine es algo tan especial. 

Pero más allá de unos prometedores créditos iniciales con Regina King como especie de rescatadora de la saga 'Ocean's', apenas se apreció voluntad de contar una historia. La forma era irreprochable: pantalla ancha, tasa de reproducción de 24 imágenes por segundo (el estándar del cine de toda la vida), decisiones de cámara fuera de la norma televisiva… Pero algo faltaba. No solo una historia: más swing, más juego, más riesgo, más sorpresas.

Relegadas las canciones al especial previo y sin apenas humoristas a la vista, la gala resultó tan elegante y lustrosa como monocorde. Thomas Vinterberg o Chloé Zhao regalaron grandes golpes de emoción con sus discursos, mientras que Glenn Close se convirtió en favorita de las redes con su (obviamente guionizada) apreciación del funk go-gó de Washington D.C. y un perreo con Lil Rel Howery destinado a ser gif de referencia. De lo poco con verdadero ritmo de la noche. 

En honor a la verdad, hay que decir que la gala de Soderbergh ofreció, como es de esperar en este director, algo de narrativa no lineal y al menos un sorprendente giro de guion. El último Oscar no fue el de mejor película, entregado en antepenúltimo lugar. Y la noche no acabó en una gran ovación para Chadwick Boseman por su esperado Oscar póstumo al mejor actor, sino en un cierto anticlímax: un desganado Joaquin Phoenix anunciando un premio a un Anthony Hopkins ausente del evento. Redoble de batería y corte a créditos.

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