EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica de 'Delatora': El infierno que nos fabrican'

Joyce Carol Oates aborda de nuevo un agresivo retrato familiar que golpea al lector con abrumadora eficacia

Joyce Carol Oates

Joyce Carol Oates

Domingo Ródenas de Moya

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A sus ochenta y dos años, Joyce Carol Oates no ha ablandado su protesta contra el racismo impune y estructural de la sociedad norteamericana, contra el machismo rampante, contra el abuso rutinario del más fuerte, el más rico o el más poderoso en nuestras sociedades autoengañadas. Su última novela, traducida como Delatora, se publicó en 2019 con un título, 'My Life as a rat', que convertía a la narradora en una doble víctima: el ser considerada por otros una alimaña y el interiorizar como culpa el desprecio de los demás. La «rata» es Violet Rue Kerrigan, que a sus cerca de treinta años rememora su vida desde que, con 12 años, fue repudiada por su familia después de que, presa del miedo y del aturdimiento, revelara que eran sus hermanos quienes habían matado a un pacífico joven negro con un bate de béisbol. Con el estigma de delatora, nada la libra de ser expulsada del clan y condenada al olvido: ni ser la menor de siete hermanos y favorita del violento padre, ni los valores católicos de su familia de origen irlandés, ni los antecedentes criminales de sus hermanos Jerr y Lionel, que habían violado a una niña deficiente, ni siquiera que uno de ellos intentara acabar con la propia Violet empujándola por una escalera helada y causándole graves lesiones.

Al narrar su impuesta orfandad y su desamparo, Joyce Carol Oates no se anda con medias tintas. Las sucesivas experiencias de Violet en la casa de su tía, que la acoge, en el instituto o, más adelante, como empleada del hogar para pagarse los estudios universitarios no son sino estaciones de un calvario a lo largo del cual los personajes masculinos, casi sin excepción, actúan como depredadores, agresivos y sibilinos, dominados por un impulso sexual ciego e inmunes a la empatía. Y eso vale para su padre, sus hermanos, su tío político, el cura que la confiesa, su profesor de matemáticas filonazi o el tipejo al que limpia el apartamento. Una galería de sexistas y patriarcales horrores cotidianos. Ninguno de los amargos aprendizajes de Violet la blinda ante el pánico de la probable venganza de sus hermanos, como tampoco le atenúa la necesidad irracional de volver al seno familiar, de ser aceptada y absuelta del delito de haber traicionado a los suyos. El castigo por su pecado contra la 'omertà' del clan familiar (los Kerrigan) y social (los blancos de South Niagara) es una inacabable expiación. Pero al mismo tiempo es también una vía de descubrimiento: de las desigualdades de género, de la defensiva suspicacia ante los hombres, de la mansedumbre de las mujeres (su madre o su tía), de la lucha por la mera supervivencia o de la solidaridad entre los perdedores y lastimados.

 Violet, como el Job bíblico, es sometida a pruebas muy duras, pero, a diferencia de él, no conquista el amor de Dios sino que pierde su fe infantil en él. Oates consigue que al lector se le acelere el pulso y experimente la indignación mayúscula que Violet, abrumada por las circunstancias, no siente. Pero el panorama que dibuja, que incomodará a no pocos lectores, ha debido antojársele demasiado desolador y, quizá buscando una compensación catártica, se permite abrir un resquicio de luz en forma de comprensión, ternura y afecto. Aunque, eso sí, la capacidad de ofrecer tales dones parezca restringida a quienes carecieron de ellos.