UN MAESTRO DE LA HISTORIETA

Muere Quino, el lúcido padre de Mafalda

A través de su icónico personaje, el dibujante argentino, de 88 años, denunció los males de un mundo enfermo

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Anna Abella

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“No la extraño. Si Mafalda quiere vivir, allá ella. Yo también quiero vivir… y en eso estoy”, decía ya en 1987 el creador de esta niña «inteligente, irónica, inconformista, contestataria y sensible, que sueña con un mundo más digno, justo y respetuoso con los derechos humanos» y «percibe la complejidad del mundo desde la sencillez de los ojos infantiles», como definió al lúcido y más que vigente personaje de cómic el jurado que premió a su padre, Joaquín Salvador Lavado, Quino, con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en el 2014. Hasta que este miércoles, a sus 88 años, sus problemas de salud le ganaron la partida. Tímido desde la cuna y humilde, el autor argentino, que se autodefinía como un "obrero del dibujo”, fallecía en su ciudad natal, Mendoza, donde se mudó desde Buenos Aires hace tres años después de perder a su esposa, Alicia, que él siempre reivindicó “clave” en la publicación y difusión internacional de Mafalda. En los últimos tiempos, con problemas de movilidad y visión, apenas se movía de casa.

Quino ha dejado en herencia un pensamiento crítico capaz de aflorar las vergüenzas humanas ante las injusticias, la guerra, el racismo o los mil y un sinsentidos de los adultos a través de una lúcida Mafalda. Gracias a su pluma y su pincel ella le ponía el termómetro a su globo terráqueo y lo velaba en la cama como metáfora de un mundo enfermo, hoy aún muy lejos de la curación. 

Desde que ya con tres años se recordaba “dibujando boca abajo sobre la madera clara de una mesa nueva”, Quino (1932) no tenía otro deseo que no fuera ser dibujante, un trabajo, que esperaba que sirviera “para cambiar algo las cosas”. Aquella vocación se la inculcó su tío Joaquín Tejón, pintor y dibujante publicitario, en el seno de una familia de españoles republicanos de Fuengirola que emigraron a Argentina en 1919 y no perdieron de vista la guerra civil. 

El embrión de un ser que lo dejó exhausto

Era entonces Quino un niño solitario que perdió a su madre a los 12 años y a su padre menos de un lustro después, cuando “cansado de dibujar ánforas y yesos” abandonó la Escuela de Bellas Artes de Mendoza y marchó a Buenos Aires para dedicarse al dibujo humorístico. Mafalda, o al menos su semilla, llegó tras una década de carrera en la que publicó en 1963 el primero de sus libros, ‘Mundo Quino’. Le habían encargado unas tiras para publicitar los electrodomésticos Mansfield con la premisa de que fuera una familia con nombres que empezaran con la M de la marca y que recordasen a los Peanuts de Charles M. Schulz.

El mundo deberá agradecer a la providencia que aquella campaña nunca viera la luz y Quino la guardara en un cajón, pues un año después, el 29 de septiembre de 1964, en la revista 'Primera Plana', aparecería reconvertida en aquella niña que abominaba de los platos de sopa que su madre le ponía sobre la mesa, una alegoría de la dictadura argentina, como siempre se encargó el dibujante de recordar bien alto: por todo “lo que nos querían hacer tragar”.  «A mí sí me gusta la sopa pero no cuando te la imponen, como los regímenes militares", insistía cuando le concedieron el Príncipe de Asturias, uno de los numerosos reconocimientos y homenajes que recibió, junto con la Legión de Honor de Francia. 

Quino rodeó a la pequeña contestataria Mafalda de unos padres que eran el espejo para la clase media argentina, le dio un hermanito –Guille- y una ‘troupe’ de amigos no menos icónicos que ella: Felipe, Manolito, Miguelito, Susanita y la pequeña Libertad, su favorita, afirmaba. "Comienza tu día con una sonrisa, verás lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo", ponía en boca de esta última.

El éxito de su certero humor, capaz de diseccionar los problemas del mundo, cruzó fronteras, traduciéndose a 27 idiomas (Lumen ha venido publicándola en España). Pero en junio de 1973 Quino anunció lo que calificó como “lo más valiente” que hizo en su vida: dejar a Mafalda. Estaba extenuado tras años absorbido por su creación y temeroso de repetirse. Ya sin aquella presión mafaldiana siguió desplegando su humor en trabajos sin personajes fijos que recopilaría en libros como ‘¿Quién anda ahí?’ (Lumen).  

«Vi una escena de una película con una cunita y alguien decía 'qué linda la nena'. Se llamaba Mafalda», contaba sobre la elección del nombre el dibujante, quien no tuvo hijos biológicos. Apasionado de la música y el cine a ella la convirtió en una fan de los Beatles que soñaría con trabajar en la ONU para ayudar a la gente. Mafalda cosecharía elogios de grandes como los desaparecidos García Márquez, Umberto Eco y Julio Cortázar, y de una legión de colegas de profesión como sus compatriotas Maitena y Liniers, que le consideran un maestro. Las profundas y críticas reflexiones y opiniones de alcance universal de la perspicaz niña, siempre transmitidas negro sobre blanco con un humor inteligente, eran las de su no menos lúcido padre, a quien nunca dejaba de sorprender la vigencia de Mafalda. “Quizá sea porque después de tantos años la mayoría de problemas no han variado”. 

Y ahí sigue Mafalda, preguntándose "¿por qué en este mundo hay cada vez más gente y menos personas", devolviendo el periódico del día al repartidor porque en casa “no queremos empezar la primavera amargándonos”, o exclamando, cuando una mosca se posa en su globo terráqueo y le deja un ‘regalito’ pegado antes de espantarla: “¡Ya tuvo que dejar su opinión sobre este mundo!”. O exclamando que “habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres” para recibir a continuación la réplica de Susanita: “¿Para qué? Bastaría con esconderlos”, cual espejo del cinismo de gran parte de la sociedad. 

Hoy, aunque siempre nos quede Mafalda, el mundo está mucho más huérfano.