EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica de 'Un amor cualquiera': crónica de la disolución

La estadounidense Jane Smiley bucea en el agua ácida del fracaso conyugal

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Olga Merino

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Con una capacidad admirable para la taxidermia de los fantasmas domésticos —una maestría que la emparenta con la canadiense Alice Munro—, la escritora Jane Smiley (Los Ángeles, 1949) retoma en ‘Un amor cualquiera’, editada por vez primera en inglés en 1989, el gran asunto que ya abordó, quizá con más nervio, en ‘La edad del desconsuelo’, rescatada también por Sexto Piso hace un año. Vuelve la autora, decíamos, al hartazgo conyugal, la falta de privacidad, el anhelo de otros horizontes, la tragedia de la disolución. Una punzante meditación sobre el divorcio en la línea de ‘Despojos’, de Rachel Cusk (Libros del Asteroide), sin el desgarro autobiográfico.

La voz narradora, una divorciada de 52 años y madre de cinco hijos, acoge en casa durante un fin de semana al grueso de su camada para festejar que uno de los vástagos, el gemelo Michael, ha regresado de la India tras una prolongada estancia. Un encuentro cualquiera, de ahí el título, tan ordinario como el afecto que se dispensan y las vidas que llevan, si no fuera porque, cuando la familia Kinsella se junta, “los ecos del pasado nos desbordan”. Veinte años atrás, la protagonista, Rachel, se encaprichó de un vecino escritor y, tras confesar la aventura, el marido le hizo pagar el adulterio con un trago de veneno: puso la casa en venta y se llevó a los niños a Inglaterra sin previo aviso. Antes de la devastación, la pareja tenía una existencia bastante apacible, muy de ‘upper middle class’, de “césped, jardín, cena a las siete, todo muy Kennedy”, hasta que la infidelidad dinamitó unos esquemas en apariencia confortables. “Solo existe una única motivación, y no es otra que el deseo”. Sí, el burbujeante manantial literario del deseo.

Premio Pulitzer

Smiley, premio Pulitzer en 1992 por ‘Heredarás la tierra’, su versión de ‘El rey Lear’ trasplantado a Iowa, se maneja con enorme habilidad en el terreno de la novela corta, manteniendo la tensión narrativa en un ‘crescendo’ hasta el clímax sin grandes artificios argumentales. Es su mirada la que funciona como una ‘gillette’; repara en los gestos, los silencios, en la mano que se dispone a coger una botella de leche de la nevera y se queda congelada en el éter tiempo durante dos décadas para recuperar el movimiento justo en el preludio de otra deslealtad. Rachel observa con culpa y prevención a sus hijos adultos, como si fueran de cristal: Ellen ha madurado como una mujer algo cínica; Joe es inseguro; Michael no halla sosiego en nada. De alguna manera, los cinco tienen una tara; “algo en ellos no termina de encajar del todo”.

Una noche, durante una conversación en el porche, la madre reúne el coraje suficiente —más bien, se siente acorralada o se mezclan ambos espolazos— para explicar al fin a los hijos que fue su infidelidad lo que fulminó el matrimonio, y esa revelación, como las cajas chinas, abre otras espitas de dolor que desembocan en una amarga convicción: “Les he dado a mis hijos los dos regalos más cueles: la experiencia de una felicidad familiar perfecta y la absoluta certeza de que tarde o temprano se acaba”.