UNA HABITACIÓN CON VISTAS (2)

Las noches de la iguana

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Olga Merino

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Se coló el otro miércoles, en este mismo rincón, la estancia de Liz Taylor en el Hostal La Gavina, de S’Agaró, mientras rodaba ‘De repente, el último verano’ en las playas de la Costa Brava, y hoy la corriente de los días arrastra el relato hasta el padre de la historia, Tennessee Williams, autor también de otras piezas memorables como ‘El zoo de cristal’, ‘Un tranvía llamado deseo’ y ‘La noche de la iguana’. De ahí el título; sin veneno, solo porque venía al pelo. Porque el dramaturgo norteamericano apuró sus noches y sus días de pasión en esta Barcelona tropical, tan parecida a Puerto Vallarta en la humedad, durante tres veranos consecutivos: 1953, 1954 y 1955. Sol, sal y chicos.

"España apesta. Supongo que eso vale para cualquier país fascista", escribió en sus dietarios el autor de 'Un tranvía llamado deseo'

En todas las ocasiones —hizo otra visita fugaz en 1958—, se instaló en el Hotel Colón, en la plaza de la catedral, donde tuvo una cena providencial, en la terraza del establecimiento, con vistas a los pináculos góticos, escuchando al coro de la iglesia entonar “Catalonian folk songs”; sintió la misericordia de Dios, dijo. El escritor era entonces el hombre de moda, muy cotizado en Hollywood y en los escenarios de Broadway, un tipo simpático, dueño de un don de gentes aderezado con alcohol y barbitúricos (seconal, nembutal), pastillas que él llamaba las ‘pinkies’, de color optalidón. Quienes lo conocieron en profundidad cuentan, sin embargo, que tras la máscara fiestera se escondía un temperamento melancólico.

Una rutina a medida

En sus escapadas barcelonesas, el autor —se llamaba Thomas pero le pusieron el mote de Tennessee por su marcado acento sureño— se construye una rutina a la medida, según relata en ‘Notebooks’, los diarios que mantuvo durante 45 años, publicados hace una década por Yale University Press en una edición de la académica Margaret Bradham Thornton. Un dietario donde no escatima coces al personal ni detalles muy íntimos.

En sus dietarios asoma un hombre que vive con culpa su homosexualidad, enganchado al alcohol y las pastillas

Sus hábitos vacacionales, decíamos, consisten en ponerse a trabajar en la habitación del Colón por la mañana, siempre y cuando se lo permitan los estragos del insomnio. A mediodía enfila hacia la Barceloneta, a los Baños de San Sebastián —él transcribe San Sebastiano—, donde da alguna brazada, almuerza paella y sobre todo busca ligues, que le chulean hasta el último cigarrillo. La experiencia rara vez resulta placentera. Williams sobrepasa ya la cuarentena y lamenta la pérdida de ‘sex appeal’, incluso para los chaperos. Se ve a sí mismo como un perro mestizo que anda suplicando migajas por las que ya ni siquiera apetece. Vive su homosexualidad con un enorme sentimiento de culpa.

Sin duda, la atmósfera de la Barceloneta en los años 50 debió de marcarle. En ‘De repente, el último verano’, los paisanos de Cabeza de Lobo, una localidad imaginaria situada en el Caribe, persiguen, asesinan y devoran a un poeta homosexual en una playa llamada San Sebastián. ¿Era el personaje, alcohólico y canibalizado, un trasunto de Williams?

Las fiestas y el chino

Las tardes en la ciudad las dedica a fiestas con chicos y ‘strippers’ en la habitación o bien a zascandilear por las calles del barrio chino —él escribe Barachina— con dos amigos locales, Antonio de Cabo, empresario teatral (“los ojos más preciosos que he visto en una cara mortal”), y el periodista Ángel Zúñiga. Frecuenta los ‘Carrocoles’, los tablaos, los cócteles en el Ritz y alguna fiesta privada. A veces lo atacan los “demonios azules”, neurosis paralizantes que le impiden escribir. Recorre la Rambla en coche de caballos. Lo llevan a un espectáculo de revista en el Paral.lel y se aburre como una ostra de piscifactoría. Dependiendo del verano, se encuentra con Jean Cocteau o con Paul Bowles y sus amigos tangerinos, con quienes fuma kif. Se aficiona a los toros, asiste a corridas de Chamaco y Joaquín Bernadó, pero en una ocasión el espectáculo de la sangre lo fulmina en náuseas.

Según el verano, se encuentra con Jean Cocteau o con Paul Bowles y sus amigos tangerinos, con quienes fuma kif

Según su estado de ánimo, la ciudad le parece el paraíso o bien una ratonera contra la que despotrica. Algún día le vence el bochorno (“me pregunto si la decadencia del mundo empezó en verano, en uno de estos secos países latinos”). Abomina del ruido y de las moscas que se le cuelan en la habitación. El whisky español le sabe a garrafa, pero considera el agua de Solares la mejor del mundo. “España apesta. Supongo que eso vale para cualquier país fascista”, escribe sin aclarar si se refiere a un olor nauseabundo o a la asfixia política. Tennessee Williams, un alma atormentada que buscaba sin encontrar.

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