CRÓNICA DE MÚSICA
Sokolov hace historia
El regreso del pianista de Leningrado emociona en el Palau
El mítico Grigory Sokolov enamoró una vez más al público barcelonés en un Palau en penumbra al que regaló cuatro propinas. En tan solo media hora, y de la mano de la ‘Sonata Nº 3 del Op. 2’ de Beethoven, volvió a dejar claro su magisterio artístico en su 12ª comparecencia consecutiva en la sala modernista construyendo en cada obra una catedral llena de contrastes y claroscuros. Esta pieza dedicada a Haydn, de perfecto equilibrio formal y que abrió el recital, fue claro ejemplo de ello. El pianista ruso no tiene rival, ni en este ni en otros repertorios. Lo suyo es sorprender creando un efecto casi hipnótico ante tal variedad de opciones en dinámicas, siempre en la búsqueda de la belleza del sonido. Obra de factura ambiciosa, en el 'Adagio' consiguió conmover con un toque perlado cargado de sensibilidad. Le siguió otra joya de Beethoven bastante poco programada en la actualidad, las ‘Once bagatelas, Op. 119’, que repasan el pianismo beethoveniano desde ángulos muy diferentes. Breves y de una concepción formal variadísima, de ellas emana una aparente sencillez –son casi un ejercicio técnico– pero Sokolov, con una digitación magistral y obsesionado en colorear cada nota, las convirtió en grandiosas gracias a su extraordinaria fuerza expresiva.
Lo suyo es sorprender creando un efecto casi hipnótico, siempre en la búsqueda de la belleza del sonido
El Romanticismo de Brahms, hermoso pero más denso y exigente para el público, ocupó toda la segunda parte del programa, primero con las ‘Seis piezas para piano, Op. 118’ y, a continuación, con las catalogadas inmediatamente después (aunque escritas antes), ‘Cuatro piezas para piano, Op. 119’, sendas recopilaciones a modo de ‘suites’ que muestran lo mejor de un compositor que siempre fascina por su creatividad inagotable, sobre todo en estas obras crepusculares de las que surge una gran profundidad narrativa. Y Sokolov supo sacar de todas estas ‘Klavierstücke’ esa hondura que está limitada solo a los grandes del teclado. Las propinas –dos de Schubert, una de Chopin y otra de Debussy– redondearon un recital absolutamente inolvidable.
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