SALVAJES AÑOS 70 Y 80

Un encuentro con el Vaquilla que explica la era quinqui

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Ramón Vendrell

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Eduardo Luzzatti, entonces 16 años, estaba despidiéndose de un amigo en el portal del piso de este, en la calle de Biscàia, en el barrio de Navas. Estaba sentado sobre su Derbi Variant. Un tipo se le acercó con un bidón en la mano y le preguntó si podía ir a una gasolinera a llenárselo porque su coche se había quedado sin gasolina. Luzzatti se excusó: que si es tarde y tengo que ir a casa, que si no tengo gasolina en la moto... El individuo de la garrafa, que no tenía una pinta precisamente tranquilizadora, insistió, y con argumentos poderosos: le dijo que era El Vaquilla y que se había escapado de la cárcel, y le puso un billete de 500 pesetas en la mano, añadiendo que podía echarle 50 pesetas a la moto. Vale. A la que dobló una esquina, Eduardo, como un flan, evaluó sus opciones: ir a la gasolinera de Felipe II con Meridiana y cumplir el encargo o marcharse a casa. Era casi como ¿qué prefieres pincho o pellizco? La primera opción comportaba riesgos y la segunda quizá más. Porque ¿y si El Vaquilla le encontraba, esa misma noche o cualquier día?

Fue a la gasolinera de Felip II con Meridiana, donde la presencia de una furgoneta de la Policía Nacional no hizo sino acentuar su nerviosismo. De regreso al lugar donde había quedado con El Vaquilla, o ese decía ser el sujeto del bidón aunque podía ser mentira, Eduardo hizo entrega del combustible, vio a unos colegas del fulano inyectándose heroína en el interior del coche y se fue zumbando a casa en su Derbi Variant. Al día siguiente, 12 de diciembre de 1984, Eduardo comprobó que el elemento era quien decía ser: El Vaquilla, fugado de la prisión de Lleida-2 con unos compinches, fue detenido en París con Villaroel y las cámaras de TV-3 inmortalizaron el icónico momento.

Encapsula la aventurilla de Eduardo la era quinqui. El Vaquilla era tan insensato y era tan consciente de su fama que se atrevía a presentarse a un desconocido y pedirle un favor. Su nombre inspiraba tal temor (y, para qué negarlo, en no pocas personas admiración), entre otras cosas porque el encuentro con navajeros de menor talla era cotidiano, que el desconocido contempló como una posibilidad seria que el quinqui mayor le encontrara antes o después y le hiciera pagar la traición. ¡En una ciudad con 1.770.000 habitantes! Están, además, la heroína y el coche, del que Eduardo no recuerda la marca y mucho menos el modelo, y están unas imágenes en las que parece que la policía haya atrapado al enemigo público número uno.

Experiencia cotidiana

En la segunda mitad de la década de 1970, días de paro galopante, polígonos de viviendas descorazonadores, residuos chabolistas y descontrol político, la delincuencia juvenil adquirió categoría de experiencia cotidiana en las grandes ciudades españolas. A esta realidad social se añadieron rápidamente las canciones de Los Chichos, Los Chunguitos y la tira de grupos de rumba calorra, que hablaban con crudeza de la marginalidad y de alguna manera la hacían atractiva, cuando no la glorificaban.

Pronto llegaron también las películas de José Antonio de la Loma ('Perros callejeros', 'Perros callejeros 2: Busca y captura', 'Los últimos golpes de El Torete'), Eloy de la Iglesia ('Navajeros', 'Colegas', 'El pico', 'El pico 2') e incluso Carlos Saura ('Deprisa, deprisa').

El resultado fue que el submundo marginal, amplificado por canciones y películas nada desdeñables, así como por el interés de los medios de comunicación, originó un fenómeno pop en toda regla. Los quinquis, vamos, eran molantes para no pocas personas y no faltaba quien se acercaba a su mundo como otros se acercaban al rock. 

A lo largo de los años 80 y primeros 90 ese mundo murió a causa de la heroína y el sida.