CRÓNICA DE JAZZ

Robadors 23: fin de fiesta en casa de los músicos

El Basement Bcn Jazz Festival de Robadors 23 cerró con una noche que fue de los estándares de jazz a la electrónica

Detalle de la fachada de Robadors 23

Detalle de la fachada de Robadors 23 / periodico

Roger Roca

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Pasaba la medianoche del viernes y los altavoces de Robadors 23, un pequeño local acostumbrado al flamenco, al jazz y a todo lo que queda entre lo uno y lo otro, esparcían por la sala sonidos como los que se oyen de día en el festival Sónar. Timbres cortantes y vaporosos en frases de duraciones estrañas y cadencias que esquivaban el compás marcial de la música de baile. No se podían bailar, pero casi. En el escenario dos músicos retorcían potenciómetros y pulsaban teclas y botones. Lo normal es ver a Carlos Falanga tras la batería y a Josep Tutusaus agarrado a un trombón, pero el viernes en Robadors 23 los dos presentaban Grösso, un nuevo proyecto de música hecha con ordenador y sintetizadores. Era el primer concierto de música electrónica en 15 años de historia de Robadors 23, un pequeño local en el corazón del Raval que se ha convertido en refugio de los músicos de jazz más inquietos de la ciudad.

También era el fin de fiesta del segundo Basement Bcn Jazz Festival, una semana de conciertos organizados por los propios músicos y que ha ofrecido una decena de conciertos liderados por baterías de la escena local del jazz. "Hoy es la noche más floja, pero toda la semana ha ido muy bien”, decía satisfecho el saxofonista Sergi Felipe, uno de los organizadores, que montaba guardia en la puerta vendiendo tíquets: un concierto a ocho euros y dos a 15 euros que iban íntegramente a los músicos. El viernes fue más flojo pero aún así, con Grösso había una buena entrada. El público había ido llegando a lo largo de la noche, daba la impresión de que más para celebrar el final de su festival que para ver un concierto en concreto.

Abriendo el fuego

Había abierto fuego el trío del batería uruguayo Aldo Caviglia, un histórico del jazz de Barcelona que en su día fue hombre de confianza de Tete Montoliu y que se prodiga poco en los escenarios. Dos jóvenes portentos, el contrabajista Manel Fortià y el flautista Fernando Brox, le acompañaron en un concierto de repertorio de clásicos que sin romper con nada escapó a los lugares comunes y los clichés de muchos grupos que tocan estándares. Eligieron composiciones poco trilladas y sugerentes, imprimieron con naturalidad acento latinoamericano a un par de piezas y la inventiva de Brox y Fortià mantuvo el interés siempre alto. Al final, a Caviglia se le veía feliz.

Tan feliz como el contrabajista Juan Pablo Balcázar y el batería Agustí Corominas, impulsores del festival, que tocaban a continuación. Con ellos, el saxofonista Miguel Pintxo, que ese mismo día había estado grabando un disco con algunos de los muchos músicos presentes en la sala. Un esquema de las conexiones entre los parroquianos de Robadors 23 sería más espeso que el mapa del metro de Tokio. Bajo el nombre de Ballock, el trío de Balcázar, Corominas y Villar empezó en calma, con una cadencia que era como un oleaje, y acabó a mazazo limpio con un pulso roquero que la parroquia, que fue apareciendo a última hora, aplaudió como si aquello fuera el Sidecar y no un festival de jazz. Había euforia. Robadors 23 estaba de celebración.

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