CRÍTICA DE CINE
'Caras y lugares': arte que mira a los invisibles
El documental de Agnès Varda y JR funciona a la vez como mirada a un tipo de ambientes y personas que el cine rara vez atiende y como valioso mapeo de los recuerdos y el pasado artístico de su autora
Caras y lugares ★★★★
Dirección: Agnès Varda y JR
Título original: 'Visages villages'
País: Francia
Duración: 89 minutos
Año: 2017
Género: Documental
Estreno: 25 de mayo del 2018
La inesperada amistad entre el joven artista visual JR y la leyenda viva Agnès Varda -considerada madrina de la Nouvelle Vague- es explorada de forma fascinante en Caras y lugares, el primer largometraje de esta última desde su obra maestra Las playas de Agnès (2008). Juntos viajan por la campiña francesa y visitan pequeños pueblos, donde toman fotografías y las pegan en forma de gigantescos retratos en las fachadas de las casas y en las murallas, y así humanizan lugares que parecían muertos. Su intervención, asimismo -sobre todo-, reconecta esos espacios con las personas que los habitan: exmineros, camareras, trabajadores de fábricas, esposas de estibadores portuarios. Mientras captura a esas personas y sus opiniones sobre esto y aquello la película resulta a ratos divertida y a ratos definitivamente melancólica, y en todo momento derrocha una irresistible sinceridad.
En el proceso, Caras y lugares funciona a la vez como mirada a un tipo de ambientes y personas que el cine rara vez atiende y como valioso mapeo de los recuerdos y el pasado artístico de su autora. Eso en parte la convierte en una película sobre la vejez y la inminencia de la muerte que, sin embargo, habla ante todo de la capacidad para obtener toda la alegría y todo el deleite que la vida es capaz de proporcionar, sean cuales sean las circunstancias. Y lo hace sin caer por un instante en sentimentalismo, y aun así dando muestras de una increíble capacidad conmovedora incluso cuando Varda y JR cantan éxitos de los 70 a bordo de su camioneta, o compran pescado, o visitan la tumba de Henri Cartier-Bresson y, por supuesto, la casa de Jean-Luc Godard. Protagonista ausente del último tramo del filme, el cineasta suizo llena la atmósfera de cierto resentimiento, que, eso sí, tan solo sirve para reafirmar el gozo de vivir que la película predica. Para hacer arte mayúsculo, queda claro, no hace falta ser un amargado ni un cretino.
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