CRÍTICA DE CINE
'El león duerme esta noche': el cine y sus fantasmas
Un festín no solo para los cinéfilos: es como si el mejor cine de Truffaut, el centrado en la infancia, renaciera bajo la mirada cómplice, atenta e igual de maravillada de un director japonés, Nobuhiro Suwa, para quien el cine es francés, o no es cine
Quim Casas
Periodista y crítico de cine
Profesor de Comunicación Audiovisual en Universidad Pompeu Fabra y docente en ESCAC, FX, Cátedra de Cine de Valladolid y Museu del Cinema de Girona. Autor de diversos libros sobre David Lynch, David Cronenberg, Jim Jarmusch, Fritz Lang, John Ford y Clint Eastwood. Miembro del Comité de Selección del Festival de Cine de San Sebastián.
Quim Casas
Nohujiro Suwa es un director japonés absolutamente fascinado e influenciado por el cine francés, sobre todo el de la Nouvelle Vague. Su obra es un recuerdo permanente de esta influencia, que cristaliza aún más si cabe -después de por ejemplo haber reinterpretado a su manera Hiroshima mon amoir en H Story (2001)- en su última y maravillosa propuesta.
En El león duerme esta noche, título tomado de una célebre canción popular africana de los años 30 que aparecía, por ejemplo, en El libro de la selva de Disney, cuenta la historia de un viejo actor, el fantasma que se le aparece de la joven que amó y un grupo de niños que, durante las vacaciones en una apacible localidad del sur, desean rodar una película de terror en la mansión abandonada donde se ha instalado el actor.
Este está encarnado por Jean-Pierre Léaud, pero no es el fantasma (ya que de una historia de fantasmas no aterradores se trata) del rostro icónico de la Nouvelle Vague, del cine de François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jean Eustache, Jacques Rivette o Philippe Garrel. Es la presencia de alguien que se niega a desaparecer y transmite sus conocimientos, aunque lo haga de manera atropellada y a veces enfurruñada, a estos niños infectados del virus tan agradable de registrar imágenes y sonidos.
Tristeza sin lástima
La película tiene un evidente punto de tristeza, un cierto tono crepuscular (en esos planos iniciales en los que Léaud, durante un rodaje, no sabe como interpretar su propia muerte y recuerda los viejos tiempos de la Nueva Ola). Pero no es nostálgica ni lástima, todo lo contrario. La relación de Léaud con los niños es un prodigio de espontaneidad, como si el tono huraño del actor en la vida real quedase modificado al contacto con estos pequeños ávidos de hacer cine.
Hay también varios homenajes y recuerdos, el mejor de ellos la presencia de Isabelle Weingarten, musa del cine europeo independiente de los 70 y una de las protagonistas junto a Léaud de un filme seminal del cine francés de aquella época, La mama y la puta de Eustache.
Un festín no solo para los cinéfilos: es como si el mejor cine de Truffaut, el centrado en la infancia, renaciera bajo la mirada cómplice, atenta e igual de maravillada de un director japonés para quien el cine es francés, o no es cine.
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