PREPUBLICACIÓN DE 'EL OFICIO DEL MAL'

Otro caso para Cormoran Strike

J. K. Rowling, creadora de Harry Potter, vuelve a la novela negra firmando con el seudónimo de Robert Galbraith la tercera entrega de la serie protagonizada por su detective estrella. Lea aquí los dos primeros capítulos.

Cormoran Strike

Cormoran Strike

ROBERT GALBRAITH

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This Ain't the Summer

of Love

No había logrado eliminar todos los restos de sangre. Bajo la uña del dedo corazón de su mano izquierda había una línea oscura con forma de paréntesis. Empezó a sacarla, aunque le gustaba verla allí: era un recuerdo de los placeres del día anterior. Tras un minuto hurgando sin éxito, se metió el dedo en la boca y se chupó la uña sucia. El sabor ferroso le recordó el chorro que se había derramado con furia por el suelo embaldosado, salpicando las paredes, empapándole los vaqueros y convirtiendo las toallas de baño de color melocotón (esponjosas, secas y pulcramente dobladas) en unos trapos empapados de sangre.

Esa mañana, los colores parecían más intensos, y el mundo, un lugar más agradable. Se sentía tranquilo y animado, como si la hubiera absorbido, como si la vida de ella se le hubiera inyectado. Después de matarlas, te pertenecían: era una forma de posesión que iba mucho más allá del sexo. El simple hecho de saber qué cara ponían en el momento de morir entrañaba una intimidad muy superior a cualquier sensación que pudieran experimentar dos seres vivos.

Pensó que nadie sabía lo que había hecho ni lo que planeaba hacer a continuación, y eso le produjo un estremecimiento de gozo. Apoyado en la pared tibia bajo el débil sol de abril, feliz y satisfecho, siguió chupándose el dedo corazón mientras contemplaba la casa de enfrente.

No era una casa elegante, sino normal y corriente. Una vivienda más agradable, cierto, que el piso diminuto donde él había dejado la ropa del día anterior, manchada de sangre ya seca, metida en bolsas de basura negras a la espera de ser incinerada, y donde relucían sus cuchillos, que había limpiado con lejía y escondido detrás del sifón bajo el fregadero de la cocina.

LA SECRETARIA

Esa casa tenía un pequeño jardín delantero, una verja negra y un césped sin cortar. Dos puertas blancas, muy pegadas la una a la otra, delataban que el edificio de tres plantas estaba remodelado y dividido en pisos independientes. En la planta baja vivía una chica llamada Robin Ellacott. Pese a que él se había tomado la molestia de averiguar su verdadero nombre, seguía pensando en ella como «la Secretaria». Acababa de verla pasar por detrás de la ventana en saliente, la había reconocido por su melena.

Observar a la Secretaria era un plus, un placer añadido. Como tenía unas horas libres, había decidido ir a espiarla. Ese día era una jornada de descanso, un intermedio entre las glorias del día anterior y las del día siguiente, entre la satisfacción de lo que había hecho y la emoción de lo que sucedería a continuación.

De pronto se abrió la puerta del lado derecho y por ella salió la Secretaria acompañada de un hombre.

Siguió apoyado en la pared, mirando hacia el final de la calle y ofreciendo su perfil a la pareja de modo que pareciera que estaba esperando a alguien. Ninguno de los dos se fijó en él; echaron a andar por la calle, uno al lado del otro. Les dio un minuto de ventaja y decidió seguirlos.

Ella vestía vaqueros, una chaqueta fina y botas sin tacón. al verla bajo la luz del sol se percató de que su pelo, largo y ondulado, era de un rubio un poco anaranjado. le pareció detectar cierta reserva entre la pareja, que no se hablaba.

Se le daba bien descifrar a las personas. Había sabido descifrar y engatusar a la chica que el día anterior había muerto entre toallas color melocotón empapadas de sangre.

Los siguió por la larga calle residencial, con las manos en los bolsillos, caminando sin prisa como si se dirigiera a las tiendas; sus gafas de sol no llamaban la atención en aquella mañana luminosa. Una brisa primaveral acariciaba las ramas de los árboles. al final de la calle, la pareja torció a la izquierda y se metió en una avenida muy transitada, con oficinas en ambas aceras. Los vio pasar por delante del edificio del ayuntamiento del municipio de Ealing; el sol se reflejaba en las ventanas más altas de los edificios.

El compañero de piso, amigo o lo que fuera de la Secretaria (de aspecto elegante, con la mandíbula cuadrada visto de perfil) se puso a hablar con ella. Ella le contestó escuetamente y no le sonrió.

ZORRAS GRUÑONAS

Qué miserables, asquerosas e insignificantes eran las mujeres. Eran todas unas zorras gruñonas que esperaban que los hombres las hicieran felices. Sólo cuando yacían muertas y vacías delante de ti se volvían puras, misteriosas y hasta maravillosas. Entonces eran completamente tuyas; no podían discutir, ni forcejear, ni marcharse; eran tuyas y podías hacer lo que quisieras con ellas. Recordó el cadáver de la del día anterior, pesado y desmadejado después de que le extrajera la sangre: su juguete de tamaño natural, su muñeca.

Siguió a la Secretaria y a su acompañante por el centro comercial Arcadia, muy concurrido a esas horas, deslizándose tras ellos como un fantasma o un dios. ¿Lo veía la gente que había ido a hacer las compras del sábado, o se había transformado, desdoblado, y había adquirido el don de la invisibilidad?

Llegaron a una parada de autobús. Él se quedó cerca y fingió mirar a través de la ventana de un restaurante indio, examinar los montones de fruta junto a la puerta de una tienda de alimentación, unas caretas de cartón del príncipe Guillermo y Kate Middleton colgadas en el escaparate de un quiosco; en realidad, lo que hacía era observar a la pareja reflejada en los cristales.

Iban a coger el 83. Él no llevaba mucho dinero encima, pero estaba disfrutando tanto siguiéndola que no quería dejarlo todavía. Al subir al autobús detrás de ellos, oyó que el hombre mencionaba Wembley Central. Compró un billete y los siguió al piso superior.

La pareja se sentó en la parte delantera del autobús. Él encontró un asiento cerca de ellos, al lado de una mujer con cara de malas pulgas a quien obligó a mover las bolsas donde llevaba sus compras. De vez en cuando oía las voces de la pareja por encima del murmullo de los otros pasajeros. Cuando no hablaban, la Secretaria miraba por la ventanilla, sin sonreír. Era evidente que no quería ir a dondequiera que estuvieran yendo. Cuando la Secretaria se apartó un mechón de pelo de la cara, él se fijó en que llevaba un anillo de compromiso. así que iban a casarse... o eso creía ella. Ocultó su sonrisa tras el cuello levantado de la cazadora.

El sol del mediodía entraba a raudales por las ventanillas salpicadas de suciedad del autobús. Subió un grupo de pasajeros que llenaron los asientos que había libres alrededor. Un par de ellos llevaban camisetas de rugby rojas y negras.

De pronto sintió como si el resplandor del día se hubiera atenuado. aquellas camisetas con la medialuna y la estrella tenían connotaciones que no le gustaban. Le recordaban un tiempo en que él no se sentía como un dios. No quería que viejos recuerdos, malos recuerdos, mancharan y estropearan ese día feliz, pero su euforia empezaba a esfumarse. Enojado (un adolescente del grupo se fijó en él, pero apartó rápidamente la mirada, con miedo), se levantó y fue hacia la escalera.

Un padre y su hijo pequeño estaban fuertemente agarrados a la barra junto a la puerta del autobús, y esa imagen produjo una explosión de rabia en el fondo de su estómago: él debería haber tenido un hijo. O, mejor dicho: debería tener un hijo todavía. Se imaginó al niño de pie a su lado, mirándolo desde abajo, adorándolo como a un ídolo; pero lo había perdido, y el único culpable de eso era un hombre llamado Cormoran Strike.

Iba a vengarse de Cormoran Strike. Iba a arruinarle la vida.

Cuando llegó a la acera, miró las ventanillas delanteras del autobús y vio por última vez la cabeza dorada de la Secretaria. Volvería a verla antes de veinticuatro horas. Ese pensamiento lo ayudó a calmar la rabia repentina que le habían provocado aquellas camisetas sarracenas. El autobús arrancó con gran estruendo, y él se alejó dando zancadas en la dirección opuesta, tranquilizándose a medida que andaba.

Tenía un plan espectacular. Nadie lo sabía. Nadie sospechaba nada. Y había algo muy especial esperándolo en la nevera de su casa.

A rock through a window never comes with a kiss

Madness to the Method, Blue Öyster Cult

Robin Ellacott tenía veintiséis años y llevaba más de uno comprometida. La boda debería haberse celebrado tres meses atrás, pero el fallecimiento repentino de su futura suegra había obligado a aplazar la ceremonia. Habían pasado muchas cosas en los tres meses transcurridos desde la fecha prevista de la boda. a veces se preguntaba si Matthew y ella se llevarían mejor si ya hubieran hecho los votos. ¿Discutirían menos si ella llevara una alianza de oro junto al anillo de compromiso de zafiro que le bailaba un poco en el dedo?

El lunes por la mañana, mientras se abría camino entre los escombros esparcidos por Tottenham Court Road, Robin repasaba mentalmente la discusión del día anterior. Las semillas ya estaban sembradas antes de que salieran de casa para ir al partido de rugby. Cada vez que quedaban con Sarah Shadlock y su novio Tom, Robin y Matthew acababan discutiendo, y ella lo había comentado durante la discusión, que se había gestado durante el partido y se había alargado hasta la madrugada.

—Por amor de Dios. ¿No te das cuenta de que Sarah estaba metiendo cizaña? Era ella la que no paraba de preguntarme por él, una y otra vez. No he empezado yo.

Las obras, eternas, alrededor de la estación de Tottenham Court Road habían obstaculizado el trayecto de Robin a la oficina desde que había empezado a trabajar en la agencia de detectives de Denmark Street. Tropezó con un cascote, lo cual no contribuyó a mejorar su humor, y dio unos pasos tambaleantes antes de recobrar el equilibrio. Un aluvión de silbidos y comentarios lascivos surgió de un hoyo profundo abierto en la calzada, donde trabajaban unos operarios con casco y chaleco reflectante. Ella, colorada, se apartó de la cara un largo mechón rubio cobrizo y los ignoró, e inevitablemente siguió pensando en Sarah Shadlock y en sus preguntas maliciosas e insistentes sobre su jefe.

—Tiene un atractivo muy peculiar, ¿verdad? Va como desaliñado. Pero a mí eso nunca me ha importado. ¿Es sexi en persona? Es muy alto, ¿no?

Robin se había fijado en que a Matthew se le tensaba la mandíbula mientras ella intentaba dar respuestas frías e indiferentes.

—¿Estáis vosotros dos solos en el despacho? ¿En serio? ¿No hay nadie más?

«Zorra — pensó Robin, cuyo buen carácter natural nunca se había hecho extensivo a Sarah Shadlock —. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo».

—¿Es verdad que lo condecoraron en Afganistán? ¿Sí? ¡Hala! Entonces, ¿además es un héroe de guerra?

FRIALDAD

Robin había hecho todo lo posible por silenciar el coro de admiración unipersonal de Sarah hacia Cormoran Strike, pero no había tenido éxito. Al final del partido, la frialdad de Matthew hacia su prometida era evidente. Sin embargo, su contrariedad no le había impedido bromear y reír con Sarah en el trayecto de vuelta desde Vicarage Road, y Tom, a quien Robin encontraba aburrido y obtuso, no había parado de reír, ajeno a cualquier trasfondo.

Empujada por otros peatones que también tenían que sortear las zanjas abiertas en la calzada, Robin llegó por fin a la acera de enfrente, pasó por debajo de la sombra de Centre Point, el monolito de cemento con fachada cuadriculada, y volvió a enfadarse al recordar lo que le había dicho Matthew a medianoche, cuando había vuelto a estallar la discusión.

—¿Es que no puedes parar de hablar de él? Te he oído con Sarah...

—No he sido yo quien ha empezado a hablar de él, ha sido ella. Si hubieras prestado atención...

Pero Matthew la había imitado, utilizando una entonación genérica que representaba a todas las mujeres, una voz aguda e idiota:

—¡Ay, tiene un pelo tan bonito...!

—¡Por amor de Dios, estás paranoico del todo! — había gritado Robin —. Sarah me estaba dando la lata sobre el maldito pelo de Jacques Burger, no sobre el de Cormoran, y lo único que he dicho...

—«No sobre el de Cormoran» — había repetido él con aquella voz chillona e imbécil.

Cuando Robin dobló la esquina y entró en Denmark Street, estaba tan furiosa como ocho horas atrás, cuando había salido del dormitorio y se había ido a dormir al sofá.

Sarah Shadlock, la maldita Sarah Shadlock, había ido a la universidad con Matthew y había hecho cuanto había podido por alejarlo de Robin, a quien él había dejado esperando en Yorkshire. Si Robin se hubiera enterado de que, por el motivo que fuera, nunca volvería a ver a Sarah, se habría alegrado inmensamente; pero Sarah asistiría a su boda en julio, y seguiría incordiándola cuando se hubiera casado, sin ninguna duda, y tal vez algún día intentara colarse en el despacho de Robin para conocer a Strike, si su interés era real y no sólo una forma de sembrar la discordia entre Robin y Matthew.

«Jamás le presentaré a Cormoran», pensó Robin, rabiosa, mientras se acercaba al mensajero que estaba junto a la puerta de la oficina. Tenía un sujetapapeles en una mano enguantada y un paquete rectangular en la otra.

—¿Es para Robin Ellacott? — preguntó cuando estuvo a una distancia que le permitía hablar con él.

Esperaba un envío de cámaras fotográficas desechables forradas de cartulina de color marfil que Matthew y ella pensaban regalar a los invitados el día de la boda. Últimamente su horario laboral era tan irregular que le resultaba más cómodo designar como dirección de entrega la oficina en lugar de su casa.

El mensajero asintió y le alargó el sujetapapeles sin quitarse el casco. robin firmó y cogió el paquete alargado, mucho más pesado de lo que ella esperaba; se lo puso debajo del brazo y notó como si un único objeto, grande, se deslizara dentro del paquete.

— Gracias — dijo, pero el mensajero ya se había dado la vuelta y se había montado en la moto.

BAILARINA RUSA

Robin lo oyó alejarse mientras entraba en el edificio. Subió taconeando por la ruidosa escalera metálica que ascendía alrededor del ascensor, fuera de servicio. la puerta de cristal lanzó un destello cuando Robin la abrió, y se destacaron las letras grabadas en un tono oscuro: «C. B. STRIKE, DETECTIVE PRIVADO».

Había llegado antes de su hora a propósito. Estaban sobrecargados de trabajo, y robin quería poner al día el papeleo atrasado antes de retomar su vigilancia diaria de una joven bailarina de lap-dance rusa. Oyó ruido de pasos en el piso de arriba y dedujo que Strike todavía no había bajado.

Robin dejó el paquete alargado encima de su mesa, se quitó la chaqueta y la colgó, junto con el bolso, en el perchero de detrás de la puerta; encendió la luz, llenó el hervidor de agua y lo encendió, y entonces cogió un abrecartas afilado que había sobre la mesa. Mientras recordaba la negativa categórica de Matthew a creerse que era la melena rizada del ala Jacques Burger lo que ella había admirado durante el partido, y no el pelo corto y crespo de Strike (que parecía vello púbico, no podía negarlo), clavó con furia el abrecartas en un extremo del paquete, hizo un tajo y abrió la caja.

Dentro había una pierna de mujer amputada, puesta de lado. Habían tenido que doblar los dedos del pie para que cupiera.