El trovador en la carretera
Neil Young repasa sus vivencias a través de su pasional relación con los coches en el libro 'Mi vida al volante'

Lincoln Continental de 1959 ’Linevolt’.
La carretera no es solo aquel medio que sirve para llegar a alguna parte, sino un lugar provisto de una épica, por el cual ruedan los artefactos a los que Neil Young profesa una mayor devoción, los automóviles. Coches, sí, de ayer y hoy, modelos Corvette de 1957, o Cadillac Eldorado Biarritz de 1959, o el funcional Ford Excursion del 2004, que asumen un rol de compañeros de viaje, se diría que más importantes y fieles que las personas, en el nuevo libro de memorias del cantautor canadiense, Special deluxe. Mi vida al volante (Ed. Malpaso). Un elocuente volumen que toma el relevo de El sueño de un hippie y que sale este lunes a la venta en su edición española.
Es natural que los los vehículos de cuatro ruedas tengan un papel relevante en la vida de Young, que creció en una zona rural de Canadá, vivió varias mudanzas durante su infancia y adolescencia, y con 20 años se trasladó a California, «donde se cortaba el bacalao», conduciendo un coche funebre Pontiac barato con un grupo de amigos, incluido su futuro compañero en Buffalo Springfield, Bruce Palmer. Podíamos imaginarlo, aunque, a través del libro, Young revela una relación con los automóviles tan emotiva como obsesiva, ya sea a través de las ilustraciones suyas que abren cada capítulo como de sus explicaciones de detalles sobre carrocerías, bujías, ejes de transmisión y consumo de gasolina, aspecto, este último, que le causa una creciente preocupación. El autor de Hey hey my my se explica en el prólogo. «En un principio había pensado escribir sobre coches y perros, me parecía una buena idea para mi segundo libro, una especie de continuación del primero». Se decidió por los automóviles, artefactos con vida propia. «Los coches me hablan: tienen alma y me cuentan cosas de ellos mismos, de sus historias», asegura Young.
Reflexiones en ruta
Noticias relacionadasEstos automóviles le acompañan a través de un relato coloquial que cruza todo su trayecto vital. Le vemos comprando modelos cuando las cosas le van bien (por ejemplo, en 1970, tras los éxitos de Everybody knows this is nowhere y After the gold rush) y deshaciéndose dolorosamente, en el 2010, de piezas antiguas a causa del descenso de ingresos por la crisis discográfica. Entre cada golpe de volante, destellos sobre su primer encuentro con Pegi, su esposa (de la que se divorció el año pasado), reflexiones artísticas (su inseguridad inicial como cantante, el anuncio de que cambiar de músicos «es clave para seguir adelante», la percepción de que la batería de Ralph Molina es el corazón de Crazy Horse) y emotivas escenas con sus hijos, dos de ellos con parálisis cerebral.
Y va emergiendo un Young con conciencia ecológica, que somete a examen las alegrías energéticas del pasado («no sabíamos que habíamos contribuido al calentamiento global al emitir 236 kilos de C02 a la atmósfera», se inculpa al recordar uno de tantos viajes de juventud) y que se apunta a los biocarburantes y los coches eléctricos. El aventurero que parecía dominar el territorio y las distancias, va adquiriendo otra forma, más humilde, respetuosa con su inspiradora Madre Tierra. Puro Neil Young.
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