CRÓNICA
Vetusta Morla, deshuesado
El grupo mostró un discreto registro acústico en el Palau
Para muchos grupos de rock, los conciertos acústicos son grandes oportunidades para parecer más maduros y sensibles. Y ya no digamos si tienen como marco una sala como el Palau. Pero no es cierta aquella teoría de que la prueba del algodón para una canción, la manera de demostrar su valor, es desenchufándola. A las de Vetusta Morla, por ejemplo, les sientan bien la electricidad y el aparato instrumental, y en acústico suenan planas y sosas. El miércoles, en la primera de sus dos noches en el Festival del Mil·lenni, el grupo madrileño no alzó el vuelo hasta que, a mitad del concierto, se armó con guitarras eléctricas y teclados.
Hasta entonces, y tras un brevísimo, condensado pase de Inspira, del que ya esperamos con emoción su tercer disco, asistimos a un set de nueve canciones deshuesadas, con guitarras y bajo acústico y toques de xilofón que se abrió con la pieza inédita Los buenos. Pucho nos invitó, como es costumbre, en correctísimo catalán, a disfrutar de un repertorio preparado «amb tanta cura», y añadió que le habían dado «una vuelta de tuerca más» a sus canciones. Bueno, quizá quiso decir una vuelta menos, ya cortes como Cenas ajenas y Al respirar sonaron apaciguadas y mansas.
Era su debut en la sala (aunque Pucho la pisó hace un año cuando actuó invitado por Delafé y Las Flores Azules) y hubo efecto Palau, claro; ese conocido plus de excitación de las grandes ocasiones, del que el grupo sacó partido pactando detallistas coros y palmas con el público en Baldosas amarillas y En el río. La aventura acústica culminó con Rey Sol y, luego, Vetusta Morla se dedicó a lo que mejor sabe hacer: levantar un muro de sonido lírico en la tradición U2-Radiohead-Coldplay, alimentado con esos textos generalmente incomprensibles. Para la transición, eligió, adecuadadamente, el sigiloso crescendo de Canción de vuelta.
ESCALADA SÓNICA / La siguiente canción, Boca en la tierra, vino acompañada de un alud de recursos de luz y sonido, como si el largo preámbulo acústico tuviera como propósito final el lucimiento, por contraste, de sus armas más genuinas. Ahí estaba, en fin, Vetusta Morla con su arsenal completo de recursos y su artillería pesada compositiva: Un día en el mundo, Copenhague, Sálvese quien pueda... Y Pucho, desgañitándose en La marea y golpeando dramáticamente un enorme bidón metálico en El hombre del saco, canción que dedicó, apesadumbrado, a Fèlix Millet por su «robo de sueños», camino de una tanda de bises coronada por Los días raros. «Aún quedan vicios por perfeccionar en los días raros», dice el texto. ¿Y qué hay de los conciertos raros?
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